Lev Tahor
La presencia de Lev Tahor en Colombia, revelada a través del rescate de 17 menores en Yarumal, constituye uno de los episodios más reveladores sobre la fragilidad del Estado frente a fenómenos sectarios transnacionales. No se trata de un caso accidental ni de una desviación exótica dentro del panorama nacional; es la continuación de una trayectoria histórica perfectamente documentada que demuestra cómo ciertos grupos extremistas identifican, con precisión quirúrgica, los puntos débiles de las democracias contemporáneas.
El origen de Lev Tahor se remonta a la década de 1980, cuando Shlomo Helbrans —un predicador nacido en Jerusalén, con formación religiosa irregular y un magnetismo doctrinal perturbador— comenzó a conformar una comunidad marcada por la obediencia absoluta y la reinterpretación radicalizada de normas ultraortodoxas. Después de conflictos internos en Israel, Helbrans emigró a Estados Unidos, donde su primera gran confrontación con la justicia ocurrió en 1994: fue condenado a dos años de prisión por el secuestro de un menor al que había “convertido” en contra de la voluntad de su familia.
Tras cumplir condena, Helbrans solicitó asilo en Canadá alegando persecución religiosa. Lo obtuvo, y fue allí donde Lev Tahor adquirió su estructura más definida. Las autoridades canadienses comenzaron a recibir reportes de matrimonios arreglados entre adolescentes, castigos físicos severos, dietas restrictivas impuestas a niños pequeños, aislamientos prolongados de mujeres, y una pedagogía clandestina destinada a controlar el pensamiento. En 2013, tras múltiples visitas de trabajadores sociales, un tribunal ordenó retirar a varios menores del grupo. Lev Tahor respondió entonces como lo ha hecho siempre: huyendo. Casi un centenar de miembros escaparon hacia Guatemala en buses y taxis, cruzando fronteras para evitar la retención de los niños.
En Guatemala, el patrón se repitió. Las autoridades migratorias documentaron irregularidades, encontraron condiciones insalubres, y detectaron intentos de matrimonios forzados. La secta se movía erráticamente entre comunidades rurales para evadir vigilancia, hasta que enfrentó nuevas tensiones locales. Desde allí se desplazaron a México, particularmente a Chiapas, donde nuevamente fueron señalados por la manipulación de menores y por procesos de documentación irregular. En 2017, Helbrans murió ahogado en una zona remota de México bajo circunstancias que nunca fueron completamente esclarecidas.
El liderazgo pasó entonces a su hijo, Nachman Helbrans, quien radicalizó aún más las prácticas internas. En 2021, él y otros líderes fueron arrestados por el FBI en Estados Unidos y acusados de conspiración, secuestro y tráfico infantil, tras intentar trasladar niños a Guatemala para evadir decisiones judiciales. En los expedientes estadounidenses se describe a Lev Tahor como una organización que funciona con la lógica de una entidad coercitiva cerrada: matrimonios infantiles, control físico, separación familiar como castigo, adoctrinamiento extremo y una estructura piramidal de obediencia absoluta.
Tras estos arrestos, la secta se dispersó parcialmente. Algunos intentaron establecerse en Turquía; otros en Rumania; otros regresaron subrepticiamente a Centroamérica. La búsqueda de un nuevo “refugio” se convirtió en una prioridad operativa. Y es en ese contexto que Colombia aparece en el mapa.
La llegada de Lev Tahor a Yarumal no fue improvisada. El país representa varias características atractivas para grupos de alta movilidad: sistemas migratorios congestionados, falta de interoperabilidad de bases de datos, debilidad en la supervisión de movimientos religiosos no inscritos y una institucionalidad que interpreta la libertad de culto de forma amplia pero sin herramientas para distinguir entre fe legítima y coerción ideológica. Que cinco de los menores rescatados en Colombia tuvieran alertas activas de Interpol revela una falla sistémica: la información existía, pero no se utilizó a tiempo.
Este episodio demuestra que Colombia carece de un modelo robusto para analizar fenómenos doctrinales cerrados con impacto en derechos fundamentales. Las autoridades operaron con eficacia únicamente al final del proceso; sin embargo, la eficacia reactiva no compensa la ausencia de prevención. En el derecho comparado, países como Canadá, Israel y Estados Unidos han desarrollado protocolos específicos de evaluación de riesgo sectario, que incluyen variables como movilidad abrupta, control familiar, aislamiento educativo y estructuras matrimoniales irregulares. Colombia aún no ha avanzado en ese campo.
La distinción ética es igualmente imprescindible: Lev Tahor no representa al judaísmo, ni al ultraortodoxo ni al mainstream. Es un grupo sectario que utiliza símbolos religiosos para ejercer poder, no para expresar espiritualidad. La comunidad judía colombiana actuó con claridad y responsabilidad al repudiar de inmediato su presencia.
El caso de Yarumal debe entenderse como advertencia. En un mundo donde los extremismos se desplazan con la misma facilidad que las noticias, Colombia necesita repensar su arquitectura de protección infantil, fortalecer sus sistemas de alerta migratoria y comprender que no toda amenaza llega con armas o uniformes: algunas llegan con rezos, silencios y maletas pequeñas.
La pregunta ya no es cómo llegó Lev Tahor al país, sino cómo evitar que otros sigan el mismo camino. Porque los peligros que se subestiman siempre regresan.