Lecciones Goebbelianas
El empuercamiento en que se ha convertido la política española no tiene parangón con cualquier otra situación que se haya vivido o conocido en el periodo que damos en llamar —con bastantes cautelas, por cierto— democrático.
Y como casi nunca las cosas pasan por casualidad, pues, aplicando una elemental lógica me puse a indagar por qué, cómo y de qué manera se ha podido llegar a una situación tan… —hasta me resulta difícil calificarla—, ¿desagradable ?, ¿desastrosa?, ¿guerracivilista?, ¿oscura?.
Pues metido en el proceloso oficio de Sherlock Holmes e intentando ponerme en la cabeza de Conan Doyle, me rondaba la idea de saber y conocer no solo la génesis del problema, sino, también, quién se beneficia con la situación que hoy vive —”sufre”, sería más correcto decir— la ciudadanía española.
Tras sesudos análisis —bueno, todo lo sesudo que un servidor pueda llegar a cavilar las cosas—, he llegado a la conclusión de que intereses ajenos, fuerzas en la sombra o llámelo usted como quiera, han levantado un muro —no tan distinto al de Berlín en los años de la Guerra Fría— para volver a recrear las dos Españas que reflejó Machado. Sí, y les aseguro que, de estar en lo cierto, deberían alarmarse y confiar se trate sólo de una calentura mental del escribano.
Observen, recapitulen y a ver si lo a continuación referido les traslada a situaciones que les resulten familiares o aparece algún personaje que identifiquen. ¡Ojo al dato! No hace tanto, una relevante dirigente del partido socialista, Amparo Rubiales (Diputada del Parlamento de Andalucía 4 años, Consejera en la Junta de Andalucía 2 años, Diputada en Cortes Generales 9 años, Senadora 7 años, y Concejal del Ayuntamiento de Sevilla 5 años) arremetía contra un opositor político tildándolo de «nazi» y «judío».
Y si, ciertamente ese político —del Partido Popular, para más datos—, provenía de una familia judía sefardí. ¿Y ….?
Tenebrosas nubes, negrísimas, me embargaron cuando escuchando semejante disparate, proferido por tan señera política —que no señora, por supuesto—, llevaron a mi mente nefandos recuerdos de otros tiempos en que el término «judío» se empleó con inquina, desprecio, voluntad aniquiladora y una estrella amarilla en la solapa, como pasaporte a guetos y centros de exterminio masivos. Era la Alemania de Hitler. Pero sigamos.
Fue el político alemán Joseph Goebbels —«el enano cojo y diabólico», como le llamó Herman Göring—, ministro de Hitler para la Ilustración Pública y Propaganda, uno de los más directos colaboradores del Führer. Según refieren los historiadores, fue el gran muñidor de la enorme maquinaria propagandística que encumbró el Tercer Reich y el arquitecto de la tarea comunicativa del partido nazi, jugando un papel determinante en el ascenso al poder. Una vez en él, monopolizó el aparato mediático estatal y prohibió todas las publicaciones y medios de comunicación ajenos a su control. Curiosamente militó en un partido de ideología socialista, el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán.
¿Lo de socialista, nazi, judío, controlar medios y cerrar otros no les recuerda cosas y declaraciones recientes de por aquí? Eso sí, claro, con la excusa tramposa de lodos, barros y bulos y transparencias.
Pero volviendo a la Alemania nazi; ¿cómo fue posible que una sociedad culta, preparada, avanzada, con excepcionales investigadores, científicos, catedráticos, músicos, médicos y gentes de una cualificación humanística y técnica como ninguna otra potencia en el mundo fuera capaz de dejarse manipular de aquella manera y cometer colectivamente las tropelías y salvajadas que allí se sucedieron?
Con sutileza primero, con imperio después y sabiendo que a la gente se le puede manejar, se implementaron criterios que establecieron un caudillismo incuestionado y al que el pueblo alemán debía absoluta obediencia y sumisión. El partido nazi era el único permitido, la autoridad venía de arriba y se exigía acatamiento al superior en cada nivel de la jerarquía.
Mil fantasmas —en forma de lobos o «lobatos»— me acosan, pues veo similitudes y referencias identificables con acciones recientes y algunas pretensiones sanchistas cuando se expulsa al disidente y, sin recato, se afirma que la oposición nunca volverá a gobernar, en el más puro estilo comunista, bolivariano o «putinesco».
Ciertamente, la deslumbrante parafernalia de las concentraciones militaristas, las banderas ondeantes, los saludos romanos, el brillo dorado de las enseñas y una excepcional puesta en escena del líder —su amado Führer—, representado como un dios en el Olimpo, fascinaban y enardecían a todo un pueblo. Así, poco a poco, la mayor parte de aquella culta y preparada sociedad hizo suyos planteamientos racistas, xenófobos y de una belicosidad inimaginable.
Les hicieron creerse una raza aria superior y, al tiempo, un pueblo judío como el gran peligro para su propia supervivencia. El mensaje vendría a ser: nosotros somos las víctimas y ellos —el sionismo—, los malvados que procurarán nuestro exterminio y destrucción. Por lo tanto, no nos queda más remedio que defendernos.
¿Defenderse? ¿Acaso alguien cuestionaba su integridad o existencia? No; pero poco importaba, el mensaje había calado y era suficiente.
Ese relato, hoy, aquí, se concreta en la factoría de cabezas pensantes en despachos de la Moncloa afanandose en pergeñar cada mañana ideas y estrategias para rebatir, tapar o desviar los innumerables problemas de la gestión de gobierno y tratar —en un muy profesional ejercicio del despiste, manipulación y engaño—, volcarlo sobre la oposición. Casi siempre, por cierto, en Isabel Ayuso, su bestia negra, con quien tienen una obsesión patológica. ¡Porque Moncloa e Isabel Ayuso son ya una realidad inseparable y espero que pronto en roles diferentes! ¡Y el que entendió…entendió!
La cosa consiste, como diseñó el réprobo Goebbels, en hacer creer una idea, establecer un enemigo común, imbuir a la gente de un supremacismo moral y, a partir de ahí, todo valdrá contra el enemigo, el malo, el opuesto, el diferente o cualquiera a quien se haya situado en el punto de mira.
Hoy, en esta España de Sánchez y su nacionalsocialismo, sacar a Franco del Valle de los Caídos y desenterrarlo las veces que haga falta, invocar a capricho su nombre, levantar muros entre españoles, depreciar a los que no piensan igual, contaminar a todos los poderes del Estado, insultar y presentar querellas contra jueces —esos «fachas con toga»— por ejercer la independencia en su gestión, incriminar al contrario precisamente de sus propias acciones e intentar socavar a la Jefatura del Estado… se ha convertido en algo diario, cotidiano y, en cierto modo, identificable con aquellas prácticas goebbelianas que generaron tanto dolor, sufrimiento y destrucción.
Porque, establecida la dicotomía buenos y malos, ya no hay diálogo posible ni análisis político que valga. Con el malo —facha— no se habla, sólo se le combate y destruye.
Por todo ello, contemplar a diario el enfermizo seguidismo de todo un partido socialista —al más puro estilo maoísta— respecto al «supremo timonel», Sánchez, y ver toda la corte de agasajadores y aplaudidores fanáticos e irreflexivos me recuerda, desgraciadamente y cada día con más viveza, a aquel maligno y alienado líder que, en su desaforado ansia de poder y posterior hundimiento, arrastró a todo un país. Unpasaje funesto de la historia, de cuyo nombre no quisiera acordarme