Crónicas de nuestro tiempo

La verdad escondida

¿Por qué Pedro Sánchez nunca se rendirá, incluso si la Audiencia Nacional lo encausa y el Tribunal Supremo solicita al Congreso un suplicatorio?

La respuesta es sencilla y, a la vez, devastadora: rendirse sería aceptar un final idéntico al que han enfrentado los dictadores que oprimieron a sus pueblos hasta el límite, o al que afrontaría Hamás si algún día decidiera deponer las armas y reconocer el drama al que ha condenado a los palestinos.

El paralelismo no es gratuito. Veamos:

En primer lugar, Hamás se reviste de un ropaje pseudo-religioso, convenciendo a miles de fanáticos de que morir en nombre de Dios es el acto supremo de grandeza. Se amparan en la idea arcaica de que la tierra les fue concedida por mandato divino, de modo que toda acción para recuperarla resulta no solo justificada, sino digna de elogio. En esa ecuación delirante, la vida humana apenas tiene valor.

En segundo lugar, Hamás jamás ha buscado aliviar el sufrimiento del pueblo palestino. Muy al contrario, lo ha multiplicado y convertido en su principal herramienta propagandística. Los muertos, los desplazados, los niños convertidos en carne de cañón son utilizados para proyectar hacia el exterior la imagen de un pueblo condenado a la miseria. Esa imagen funciona como palanca para obtener dinero, armas y la indulgencia de países -entre ellos España- que, movidos por un mal entendido sentido de culpa, terminan blanqueando al verdugo en vez de socorrer a las víctimas, y aunque no lo parezca, el verdugo que instiga, provoca y agradece la guerra, no es el pueblo sabio, demócrata y pacifico de Israel. Es el propio Hamas en nombre de su legendario dios.

Para Hamás, los palestinos no son ciudadanos libres con dignidad, sueños y derechos. Son peones de un tablero en el que el dolor se instrumentaliza para mantener viva una guerra sin horizonte. Cada rehén asesinado tras la tortura y la violación, cada familia sepultada en ruinas, no es para ellos una tragedia: es un activo político. Rendirse nunca estuvo en su guion. Y solo cuando la correlación de fuerzas los obliga a detenerse, lo hacen para reagruparse y preparar la siguiente embestida.

Con Sánchez ocurre algo parecido. Su permanencia en el poder no obedece al respeto institucional ni al servicio al ciudadano, sino a un instinto de supervivencia política que comparte con quienes entienden el poder como un fin en sí mismo. Para él, ceder, convocar elecciones o rectificar sería admitir que su liderazgo no es eterno, que sus maniobras no siempre triunfan, que su narcisismo tiene un límite. Y esa aceptación equivaldría, en su universo egocéntrico, a la muerte política.

Por eso no lo hará. Ni aunque la justicia avance, ni aunque el descrédito crezca, ni aunque España se desangre institucionalmente. Del mismo modo que Hamás jamás devolverá a sus rehenes para poner fin al martirio de su pueblo -porque el sufrimiento es su combustible-, Sánchez jamás soltará el timón voluntariamente: porque el poder es el único altar en el que ha decidido sacrificarlo todo, incluso a su país, que sin ningún genero de dudas         -porque como fórmula matemática y de marketing no falla- (.!.) "cuando la trayectoria se identifica con la que en el pasado se dió, el resultado será el mismo". Y eso nos llevará de una forma o de otra, con menor intensidad, a ser reflejo de un 36 con un personaje amante del terrorista socialista que originó la guerra civil, Largo Caballero, como lo es Pedro Sánchez dispuesto a morir matando.