Juan Belmonte, rey del temple y renovador del arte
Un revés en la situación económica familiar fue el determinante para que Juan Belmonte, aquel flaco y enfermizo chiquillo, nacido el 14-4-1892, en la calle Feria núm. 72 de Sevilla, se vistiese por primera vez con el traje de luces, descolorido y alquilado, en Elvas (Portugal) año 1909. Quien años después sería uno de los más grandes toreros que ha dado la historia taurina.
Con la ayuda del banderillero José M.ª Calderón, gracias a sus recomendaciones, decide encausarlo en el camino profesional del toreo, haciéndole su primer contrato en 1910 para torear una novillada en la Maestranza sevillana, pero según sus palabras, “ni los periodistas se ocuparon de mis faenas, ni el empresario se creyó en el caso de pagarme un céntimo”.
Algunos fracasos más, unidos a la desesperada situación económica por la que atravesaba su familia, le obligaron abandonar los ruedos para ponerse a trabajar de peón agrícola en una finca, pero pronto volvió a tentarle de nuevo la afición, participando en algunos festejos, lo que le propinó el dinero suficiente para sacar a sus hermanos de los Centros de Beneficencia donde la necesidad había obligado a recluirlos.
El joven Juan, se forjaría desde el mismo momento en que acudía cada noche con su pandilla de torerillos al cercano barrio sevillano de Tablada para lidiar toros a la luz de la luna. Las continuadas cogidas, que se presagiaba un trágico final, se encargaron de activar aún más su leyenda, pasando rápidamente a la fama por un torero valiente, de arte depurado y magistral, como al recuerdo más popular de los aficionados, dado a los efectos conmovidos que en la lidia imponía a cada toro desde sus comienzos.
Adquirió tal seguridad y destreza, que los contratos empezaron sin parar, pero las continuadas cogidas de escasa entidad le impidieron cumplirlos en su totalidad. Así, aquel joven jornalero se convertiría tiempos posteriores en un invitado de honor en las reuniones sociales y culturales, compartiendo con famosos y prestigiosos personajes: Pérez de Ayala, Romero de Torres, Unamuno, Ortega y Gasset, Sebastián Miranda o Ramón del Valle Inclán, abocado según ellos, a coronar su prematura vida taurina con la muerte en un ruedo. Por cierto, hay una frase muy curiosa de Inclán dirigida a Belmonte cuando lo despedía una noche en la estación del ferrocarril de Sevilla, “Juanito, no te falta nada más que te mate un toro para ser inmortal”. Y la respuesta llegó al momento: “Se hará lo que se pueda Don Ramón”.
Después de doctorarse en Madrid el 16-9-1913, apadrinado por Rafael González “Machaquito” y Rafael Gómez “El Gallo”, comenzaría una apasionada competencia entre otra joven figura del momento, con el indiscutible José Gómez “Joselito”, los dos querían vencer. Juan dijo al respecto; José es un rival terrible, en la plaza le mueve la legítima vanidad de ser el primero, para conseguirlo se tiene que entregar a la faena con una valentía pocas veces superada, yo tomo la apariencia de un simple mortal que para triunfar tengo que hacer un esfuerzo patético, esta es la sensación que uno y otro producimos.
Con Rafael Molina “Lagartijo”, se empieza a hablar de arte en los toros, este arte pretendía instituir los aspectos técnicos y recursos artísticos de la lidia, lo cual supuso un gran paso adelante en la tauromaquia. Sin embargo, con Belmonte es cuando entra el toreo en la consideración plena de arte y poderío, en el que los valores plásticos y visuales se complementan con los valores técnicos, fundiéndose entre ellos en un perfecto equilibrio.
Por esta fusión de equilibrios, y el momento de la referida competencia entre Joselito y Belmonte, se le denominó la época dorada de los toros, aunque años después se dejaría caer un poco este equilibrio al vencerse el toreo al lado de la plástica a costa de las dificultades técnicas y quizá un tanto la disminución de peligro de los toros, notándose decaimiento por su monotonía la fiesta.
Pero a pesar de esta transición, fue el gran revolucionario que cambió la forma de lidiar, se metió en los terrenos del toro, hasta entonces nadie se había puesto. Se cruzó al pitón contrario dejando los pies quietos, haciendo el toreo de brazos y no de piernas como se hacía. Modernizó la técnica llegando a calar profundamente, apoyándose para la ejecución en la línea curva, demostrando que a los toros había que ceñírselos para crear emoción.
Juan Belmonte García dejó de existir hace más de doce lustros, 8-4-1962, a los 70 años de edad. Torero ilustre mermado ya de facultades físicas, por voluntad propia en su finca utrerana de Gómez Cardeña.
Pero nos dejó de herencia y para gloria del toreo su “tauromaquia”, como igualmente su calidad máxima “el temple”, siguiendo en vigor del entrañable y añorado “Juanito Terremoto”, o “El Pasmo de Triana”, como también se le llamaba.
Para recordarlo, escribo este verso a su muerte. “Dicen que fue por amor el último de sus lances / que en la vejez es frustrante y hace al valiente, cobarde / fue en Utrera, sin albero y sin cuerno amenazante / donde el gran maestro, de un tiro quiso autocornearse”.