Islam no es solo una religión: es un régimen político integral que desafía al Estado de Derecho contemporáneo
La raíz del problema no reside en las creencias personales ni en la libertad de conciencia individual, sino en la profunda diferencia estructural entre religiones como el cristianismo y el islamismo. Mientras el cristianismo ha asumido, la separación entre el orden espiritual y el orden civil -respetando el marco normativo de los Estados laicos- el islam no ha realizado esa escisión y se entiende como un todo político-religioso. La sharía, como sistema normativo de naturaleza religiosa, no se limita a la regulación de lo espiritual, sino que aspira a ordenar todos los aspectos de la vida humana: desde la familia y el comercio hasta la justicia penal y la moral pública, imponiéndose como ley civil.
Cuando dicha influencia alcanza una masa crítica dentro de un territorio, tiende a generar espacios donde las leyes democráticas son desplazadas, de facto, por normas confesionales. Esto produce auténticos enclaves de excepcionalidad jurídica, donde derechos fundamentales como la igualdad entre mujeres y hombres, la libertad sexual o la libertad de conciencia no solo dejan de estar protegidos, sino que pueden ser activamente perseguidos o anulados.
Este fenómeno genera un conflicto normativo real: el choque de derechos en el seno de los Estados constitucionales. La secularización no destruye identidades, las emancipa. Cuando una confesión religiosa se niega a aceptar la separación entre lo espiritual y lo jurídico, su presencia deja de ser un desafío cultural para convertirse en un problema político y jurídico de primer orden, esto ocurre con el islam.
En este contexto, se impone un interrogante ineludible: ¿Debe un Estado liberal aplicar idéntico trato a confesiones que respetan las reglas del sistema democrático y a doctrinas que, por su propia naturaleza, aspiran a subvertirlas y sustituirlas? Eludir esta pregunta por razones de corrección política no resuelve el dilema; lo posterga hasta que el conflicto estalle de forma irreversible, con consecuencias devastadoras para el orden democrático y las libertades públicas.
España no es ajena a esta realidad. El proceso de islamización de ciertos entornos urbanos avanza con rapidez, alentado por una inmigración masiva y una política de integración fallida. La negativa a adaptarse a los valores constitucionales se manifiesta en la exigencia de derechos sin correlato de deberes: acceso a servicios públicos, uso del espacio común para prácticas religiosas, ayudas sociales, entre otros, sin asumir obligaciones básicas como el respeto al ordenamiento jurídico, la igualdad entre los sexos o la laicidad del Estado.
Esta actitud no puede ser calificada de “diversidad cultural” o “inclusión religiosa”. Se trata de una estrategia de sustitución normativa que, en la práctica, busca imponer un régimen legal alternativo basado en preceptos incompatibles con los principios democráticos. Entre las prácticas documentadas se encuentran el matrimonio infantil, la sumisión legal de la mujer al varón, la persecución de personas homosexuales, la tortura animal ritualizada, la segregación por sexo en el espacio público, y los castigos extrajudiciales por adulterio o apostasía. Estos hechos no son excepciones, sino expresiones sistemáticas de una concepción religiosa que rechaza frontalmente el pluralismo democrático.
No se trata de una advertencia alarmista ni de una postura racista. La existencia de zonas de excepción, donde imperan normas religiosas por encima de las leyes estatales, está ampliamente documentada en informes oficiales y estudios académicos sobre la situación de barrios y suburbios en Francia, Bélgica, Alemania o Suecia. En estos lugares, la convivencia está rota, la legalidad suspendida y la autoridad del Estado debilitada.
Este debate resulta incómodo para muchos partidos políticos -particularmente para la izquierda, los nacionalismos identitarios y una derecha paralizada por el complejo-, pero es un debate inaplazable. La cuestión no es si hablar de ello es políticamente correcto, sino si es imprescindible para preservar nuestro sistema constitucional. Y lo es.
Tolerar la intolerancia no es un acto de pluralismo: es una forma de suicidio institucional y democrático. Una democracia que se define por la libertad, la igualdad y la dignidad humana no puede consentir la destrucción de su propia arquitectura normativa y civilización.
La defensa del modelo constitucional exige valor político, claridad argumentativa y firmeza jurídica. Sin ello, la democracia estará condenada a ceder terreno frente a un credo absolutista y antagónico que no busca convivir, sino prevalecer y destruir la civilización que pario la democracia.