La ingratitud por bandera
Hace unos años se realizó una prueba con unos niños de colegio. El maestro comenzó a recitar la tabla de multiplicar del uno. “Uno por uno, uno; uno por dos, dos; uno por tres, tres…” Todos los alumnos estaban alerta siguiendo el ritual aritmético. Pero al llegar al “uno por diez”, sin pestañear, dijo: “veinticinco”. Al momento estalló una carcajada general. Todos señalaron que se había equivocado como si hubiesen descubierto un tesoro. Pero en este acto, en este suceso sin apenas importancia se comprobó el comportamiento humano. Nadie reparó en los nueve aciertos previos, así que explicó cómo se comporta el hombre, ¡nueve aciertos no han servido de nada, frente a un solo desliz! Bien parece entonces que, de algún modo, se agradece el error ajeno, lo que despierta una forma refinada de la ingratitud.
La sociedad española apenas ha mutado en su forma de ser y carácter, aunque en este instante impera un constante comportamiento egoísta, de deslealtad y, como telón de fondo, esa ingratitud. La fidelidad, esa forma de virtud que reconoce el mérito ajeno, parece haberse extraviado en esta nueva modernidad. Reconocer el esfuerzo, corresponder al prójimo o premiar las virtudes, pertenecen a una categoría humana que parece estar en peligro de extinción. Esto que digo se ve en el fútbol, del que soy poco seguidor, un jugador que ayer era ovacionado, mañana es vilipendiado por los mismos que lo adulaban, y todo porque observan que su rendimiento comienza a menguar.
La ingratitud llega a todos: cantantes, deportistas, políticos, tenderos, actores, médicos… ¡nadie se libra! Tanto es así que ni siquiera queda fuera aquel que, por motu proprio, nos facilitó el tránsito hacia la democracia. Me refiero, claro está, a Su Majestad el Rey don Juan Carlos, de España, que es como debe de llamarse, sin más abreviaturas, ni eufemismos, y quien lleva nada menos que cinco años fuera de su Patria, en un triste y humillante exilio.
El Rey asumió, siendo muy joven, una posición arriesgada. Lo hizo con una valorada virtud diplomática. Mitigó y unificó las revueltas aguas de una España compleja. Era el año 1975, un momento clave en la historia de España. Tan solo tres años más tarde el pueblo votaba la Constitución Española y lo hacía con mayoría absoluta. Fue un hito que evocaba los numerosos intentos soñados, una carta de derechos.
Sin embargo, el pueblo español, que se emociona con una simple paella o que se indigna con un penalti mal pitado, vuelve a repetir la ya arraigada ingratitud. Sobre esto siempre dice un buen amigo que el español es rápidamente olvidadizo y torna de unas cosas a otras igual que se trata la moda. Carlos I, Felipe II, Carlos III o Alfonso XIII…, todos ellos sufrieron la crítica fácil.
Y ahora, don Juan Carlos, nuestro bien amado monarca, es víctima de la desmemoria. Era de esperar, en la candidez de nuestro sencillo pueblo español, volver a cumplir escrupulosamente con la tradición de la ingratitud. En esta ocasión con don Juan Carlos.
Cervantes dijo que la ingratitud es hija del orgullo. Séneca la llamó debilidad. Cicerón la tacho de vergonzosa y, San Agustín, no fue menos, porque la declaró enfermedad del alma. Pero, pese a todo, confiaba que en estos años alguien alzase la voz en defensa de nuestro rey don Juan Carlos. Confiaba que alguien reconociese su esfuerzo, sus desvelos y su entrega. Solamente he visto musitar a muchos frente a la apatía e indiferencia.
Así pues, no seré yo quien aguarde el beneplácito de los fiscales de la monarquía. Ser monárquico, al igual que ser cristiano, es un asunto del alma, no del entendimiento. Por eso, un buen español, de los que todavía distinguen la honra y el ruido, debe exponerse, sin titubeos ni remilgos, y reconocer la labor de don Juan Carlos, nuestro admirable e impagable rey de España.
Por desgracia, bien parece que el pueblo español tiene a la ingratitud por bandera.