Indígenas en conflicto
Los “primitivos habitantes” de América continúan en guerra con las naciones en las cuales fueron dispersados como minorías incómodas y vergonzantes; así en el México de Aztecas, Toltecas, Mixtecas y Zapotecas, en la Mesoamérica Maya, entre los descendientes de los Incas del Alto Perú, en la Colombia de los Chibchas y en el Chile Mapuche.
Alguna vez vi a una indígena anciana indigente en las calles de México, y ello me hizo arder algunas lágrimas, pues no podía concebir que los dueños naturales de esa vasta tierra estuvieran hoy arrodillados al pie de los zócalos, de los atrios en los templos, mendigando una moneda.
Toda indigencia es ofensiva a la condición humana, pero particularmente la indígena en América, resulta soez. Indígenas son los alzados en armas en las selvas de La Candona en México, los que se presentaron como grupo insurgente.
En Ecuador y Bolivia, particularmente, ellos han dado muestra de gran fuerza cuando se ha tratado de deponer gobiernos. Cuando un indígena se levanta, en grupo, América tiembla, pues a ellos no les importa morir. Han muerto demasiadas veces; saben avanzar pacíficamente y en masa hasta lograr sus objetivos.
El caso de Colombia es especial, pues ahí los indígenas no sólo ha sido relegados a unas tierras que hoy se disputan narcotraficantes y guerrilleros para la siembra de hoja de coca y amapola, sino que a la secular segregación de la que son víctimas, suman hoy los padecimientos del crimen, la masacre y el olvido. Miles de ellos hacen presencia hoy en Cali, la tercera ciudad más densamente poblada de Colombia, dentro de lo que se llama “Minga Indígena”. Claman por derechos a la tierra, la misma que hoy está sembrada, en grandes áreas, por coca y amapola. La población civil y parte del gobierno los observa como cómplices de ese negocio, y ellos se presentan como víctimas, con el deseo de vivir en paz y no estar en medio del fuego cruzado.
Colombia es una de las naciones más mestizas del continente, pues ahí a diferencia de Venezuela que vinculó a su nacionalidad fuertes migraciones procedentes de España, Italia y Alemania, el país cerró sus fronteras a los extranjeros por muchísimos años, tanto que la última gran migración europea, resultado de la Guerra Civil Española, no encontró asentamiento ahí, como se dio en México, Argentina y otras naciones.
No obstante, las clases dirigentes colombianas, asentadas en Bogotá, descendientes directas de chibchas y muiscas, reconocen la pluralidad étnica del país en la Constitución, pero no en la realidad. Colombia es también uno de los países más racistas del continente, pues sus clases gobernantes viven avergonzadas de la herencia indígena y africana. La no aceptación de estas raíces trajo consigo un complejo generalizado y una división de clases que se manifiesta en exclusión social, “apartheid” laboral y chistes obscenos contra “negros e indios”, etnias que han sido sistemáticamente rechazadas de las vocaciones eclesiásticas y de las academias militares. Estos colombianos que se sienten austriacos o germanos, o “descendientes directos” de españoles, quieren borrar de sus vidas cualquier indicio que los asocie con las razas rezagadas –indios y africanos- a las que detestan. Se sabe de colegios muy exclusivos de Bogotá donde las madres obligan a las hijas a “cepillarse el pelo” diariamente, para que jamás se les note “el crespo”, o jovencitas que solicitan como regalo de cumpleaños cirugía de nariz, con la intención de eliminar el tabique aguileño que con orgullo llevaron sus antepasados chibchas; las operaciones de “mejoramiento étnico” pasan también por la reducción de labios para ocultar la “bemba colorá” y rebanamiento de pómulos.
Las hondas transformaciones que desea Colombia no podrán darse mientras el país no integre a la vida moderna, la educación, la salud y el trabajo, a los indígenas y afrocolombianos. Por ello estos relegados de la fortuna marchan hoy hacia las ciudades. Quieren decirle al mundo que existen, que son seres humanos, que tienen también derecho a la vida.