Plano Secuencia

Los hombres somos unos mirones

Somos unos mirones. Para qué negarlo. El hombre ha tenido desde el pasado más temprano una indisimulada curiosidad hacia la mujer, una oculta atención por su aderezo corporal, por su cuidado físico. Todo un mundo de miradas hacia lo íntimo femenino se ha construido en muchas historias masculinas de la Historia. Buena cuenta de ello se nos aparece con las actitudes indiscretas de David hacia Betsabé (2 Samuel, 11, 2-3) o de los viejos jueces hacia Susana (Daniel, 13, 15-17). Los apuntes de Ovidio, presentes en las Metamorfosis, con Acteón ante Diana, o en sus Remedios de amor, son interesantes reflejos. Y lo mismo es posible indicar con el rey Rodrigo hacia Cava, conforme la Crónica sarracina (Pedro del Corral, siglo XV), o con un Renato de trece años fascinado por la señora Scordia en Malèna (Giuseppe Tornatore, 2000).

Las letras, aun con todo, no fueron el único espacio para mostrar el interés del varón hacia el aseo, el baño o el embellecimiento de la mujer. La pintura del Renacimiento y del Barroco, de hecho, es un magnífico marco para comprobar cómo las artes han procurado descubrir lo privado. Y esto lo observamos con desnudos mitológicos, a pesar del rechazo tridentino, o con muestras cotidianas, según advertimos en Baño femenino (Durero, 1496), Dama en el baño (anónimo de la Escuela de Fontainebleau, 1590), Dama en el baño (Jan Van Eyck, 1628), Mujer bañándose (Rembrandt, 1654), Mujer aseándose (Steen, 1660), etc. ¿Y cómo dejar de lado los interiores de Degas, Toulouse-Lautrec, sin obviar el escenario picassiano de Las señoritas de Avignon?

En verdad, no es inhabitual encontrarse con la mirada embelesada de los maduros Dana Andrews en la clásica cinta Laura (Otto Preminger, 1944) o de Edward G. Robinson en la inolvidable película La mujer del cuadro (Fritz Lang, 1944). En otras ocasiones, somos testigos de los ojos absortos de un joven Felipe IV en El rey pasmado (Imanol Uribe, 1991).

En el universo de la cosmética, las variadas fórmulas de asombro varonil igualmente encuentran sitio. Incluso resulta familiar ver cómo el hombre pretende erigirse en hacedor en el orbe femenino. Y así nos vienen al recuerdo hasta referencias en la misma España andalusí, como cuando al-Saqati en el lejano siglo XIII expone una larga serie de tretas que los mercaderes de esclavas usaban a fin de ampliar, corregir, disimular, quitar, reducir, reponer, resaltar lo necesario para una buena venta. ¿O cómo no mencionar el perfume Vol de nuit, inspirado en la obra de Antoine de Saint-Exupéry y creado en 1933 por Jacques y Raymond Guerlain, un homenaje a las primeras aviadoras, en particular, y también al espíritu de aventura, fuerza y libertad de cualquier mujer? Y ello, con el secreto propósito del clásico Pigmalión, sin olvidar a John «Scottie» Ferguson y sus maneras de reconstruir a la joven Judy Barton en Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958) o a Henry Higgins, queriendo rehacer a Eliza Doolittle, si nos detenemos ante My Fair Lady (George Cukor, 1964). «¿Crees, de verdad, que la belleza puede ser producto de una labor?», replicaría Alfred a Gustav von Aschenbach en Muerte en Venecia (Luchino Visconti, 1971). Sin embargo, en este terreno nunca alcanzaremos un total conocimiento, por más que contemos como modelo a un Patrick Bateman y sus tratamientos cosmetológicos en American Psycho (Mary Harron, 2000). «Son cosas que las mujeres / siempre esconden de los hombres», dice la celestinesca Dorotea a Florero en La bella malmaridada (Lope de Vega, antes de 1598).

Nuestro mirar a la mujer quizá sea un permanente deseo de aprender a vernos en los diferentes espejos de Eva. Tal vez en lo profundo escondamos un fin de alcanzar lo que las mujeres buscan y saben encontrar y rodearse. ¿Quién no puede dejar de sentir fascinación con Isabel del Este o por Julia Gonzaga, aquellas figuras del quinientos italiano, tan cultas y tan hermosas, conforme atendemos a la pintura que Tiziano hizo de la primera o al deseo del pirata Barbarroja de raptar a la segunda para cumplir con el encargo del sultán Solimán el Magnífico de disfrutar de su acentuado atractivo en un harén?

Y, al final, sí, resulta que acabamos descubriéndonos como unos mirones; pero, de tanto mirar, parece que no logramos saber nada. Y, entonces, no queda más que preguntar. «Hábleme de las mujeres», pide Charlton Heston en Cuando ruge la marabunta (Byron Haskin, 1954). «¿Y por dónde empiezo?», pregunta Eleanor Parker.