Diario de abordo

Hispanidad

Es desolador que el infame gobierno que tenemos el infortunio de soportar, sus acólitos y toda la izquierda  radical, desdeñen y menosprecien lo que significó y significa la Hispanidad, una de las páginas más relevantes en la historia del hombre, consecuencia de la conquista, instrucción y evangelización de un nuevo mundo, ejemplo de civilidad para el resto de imperios coloniales que dedicaron su permanencia durante la ocupación al sometimiento y la expugnación de los territorios y sus habitantes, absolutamente todo lo contrario de lo que hizo España, el Imperio Español. Si ese menosprecio es por desconocimiento de la gesta española, vamos a intentar ilustrarles; si conociéndolo fuese por ideología, es miserable; si formase parte de su credo político, sería abyecto. El empeño de esta gente no radica sólo en el desdén y la repulsa hacia la Hispanidad, sino así mismo en tergiversar con vileza la historia, omitir la verdad e inducir a un general pensamiento falaz, atroz y negativo sobre el hecho que nos ocupa.

Comenzaría por recordar algo que debemos tener muy presente, como lo tuvieron los firmantes de la Constitución Española de 1812. Su artículo primero proclama: ‘La nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios’. Y es que desde el Descubrimiento así fue. Isabel La Católica ya indicó claramente que los indígenas eran súbditos libres de la Corona Española y como tal debían ser tratados, iguales jurídicamente a los habitantes de la metrópoli. Estas disposiciones fueron refrendadas en las ‘Ordenanzas para el tratamiento de los indios’ o ‘Leyes de Burgos’ firmadas por Fernando en 1512 en dicha ciudad y renovadas en 1542 por Carlos V en las ‘Leyes Nuevas’: “ (…) ordenanzas nuevamente hechas por su Magestad para la gobernación de las Indias y buen tratamiento de los indios (…)”. Las ‘Leyes de Indias’, fue un auténtico monumento jurídico de reglamentación que situó a los indígenas en un plano de igualdad desconocido y no practicado -ya lo hemos sugerido anteriormente- por ninguna otra potencia colonial, lo que testimonia sin ambages el afán civilizador de España, manifestado además en el bautizo como ‘Nueva España’ del más importante virreinato de los establecidos en el nuevo continente. Dichas leyes se preocuparon de crear hospitales; fijar la jornada de ocho horas, el descanso dominical y la prevención en el trabajo; proteger a la infancia abandonada con el establecimiento de hospicios y escuelas; recomendar la presencia de médicos y maestros y crear una ‘primigenia’ ‘seguridad social’ para enfermos y ancianos de las comunidades indígenas. Exactamente igual que Inglaterra en la India, Bélgica en el Congo o Francia en Martinica. Una auténtica manifestación de humanidad que se adelantó más de cuatro siglos a la ‘Declaración de los Derechos Humanos’.

Incluso se llegó a cuestionar la legitimación de la conquista y su expansión territorial, ampliamente discutida por la ‘Escuela de Salamanca’ en la ‘Junta de Valladolid’, pues España fue la única nación europea en la que un importante grupo de intelectuales, teólogos y juristas  -Domingo de Soto, Melchor Cano, Bartolomé Carranza, Bartolomé de las Casas, Juan Ginés de Sepúlveda- se planteó la validez de la conquista americana analizada con anterioridad por Francisco de Vitoria, quien negó que las ‘Bulas de Donación’ de Alejandro VI validasen el dominio de las tierras descubiertas como también el poder absoluto de Carlos I o la obligatoria conversión y sometimiento de los indios, pues para el dominico eran seres independientes, libres y legítimos dueños de sus propiedades, no llevando los españoles al llegar a aquellos territorios ningún título que legitimase la ocupación de unas tierras que ya tenían dueño.

Evangelizar el inmenso territorio no sólo tuvo un afán piadoso, sino también didáctico y cultural. Millares de religiosos pertenecientes en su mayoría al clero regular se lanzaron a la empresa de la fe, compartieron la vida y costumbres de sus catecúmenos, se esforzaron por conocer la cultura precolombina de aquellos pueblos, aprendieron trabajosamente sus lenguas para así poder explicar el Evangelio y en su meticuloso afán por dotarlas de regulación, en ellas publicaron todo tipo de escritos          -obras de preceptiva, vocabularios, diccionarios- dotando a la lengua ‘náhuatl’  de un alfabeto latino basado en la ortografía castellana, publicando el primer diccionario ‘quechua’ en 1560 gracias a fray Domingo de Santo Tomás y creando la cátedra de dicha lengua en la universidad de Lima, todo ello muestra del respeto por las lenguas vernáculas. Incluso defendieron a los indios de la crueldad de muchos encomenderos y soldados españoles que muy alejados de la metrópoli, y por eso creyéndose inmunes a las leyes y ordenanzas desde allí dictadas, sobrepasaron los límites permitidos en cuanto al trato con las poblaciones nativas.

La lengua española y el Cristianismo fueron ingredientes fundamentales para la cohesión de cientos de tribus enfrentadas secularmente entre sí -con un sinfín de parlas, dialectos y doctrinas-; el aglutinador necesario para que todo ese inmenso territorio viviese en paz, se entendiese en una sola lengua y adorase a un solo Dios. Algo que caracteriza a la conquista española y aporta un dato más sobre la ‘españolización’ -europeización- de aquellas tierras, es la identificación del Nuevo Mundo con la nación descubridora; la designación como provincias, que no colonias, a los nuevos territorios; la absoluta implantación de una manera de ser, de una civilización que se manifiesta en todo: organización social, política, administrativa, económica, religiosa, cultural y, lo más inaudito:  la ‘hermanación’ con el indígena que culmina en la mezcla de sangres y la aparición del mestizaje, es decir, la Hispanidad. En febrero de 1571 un encomendero nombrado Andrés García escribe a su familia en Colmenar Viejo  para comunicarles su boda con una indígena: “Caséme en esta tierra con una mujer muy a mi voluntad. Y aunque allá os parezca cosa reçia en aberme casado con hindia, acá no se pierde honrra ninguna, porque es una nación la de los hindios tenida en mucho”.

No se puede expresar mejor.

El Imperio Español en América se organizó en virreinatos, permaneciendo una estructura que se demostró razonable y eficiente aún después de la independencia de los territorios, permitiendo a las nuevas naciones un grado de estabilidad interna. El virrey era la cabeza visible de la estructura virreinal y representaba al rey, permitiendo a los territorios de la corona española un nivel de autogobierno crucial que entre otras cosas pretendía el bienestar de la mayoría de la población autóctona, como da muestra de ello la legislación existente. Con gran libertad y autonomía respecto a la metrópoli, comerciaban con todo el mundo tal como hacían los países de Europa, emitían moneda, contaban con imprenta y universidades, escuelas y hospitales… Carlos V, y sobre todo Felipe II, tuvieron claro que la educación era fundamental para poder dotar desde dentro una estructura que generase la urdimbre administrativa y burocrática necesaria, apostando decididamente por la creación de Universidades para abastecer de personal cualificado a toda la maquinaria administrativa en los territorios de las Españas, peninsular y americana.

Uno de los numerosos viajeros ingleses que visitaron durante el siglo XVIII la América Hispana, anunció a una esclarecida audiencia entre los que se encontraban muy conspicuos socios de la ‘Royal Society’: “En mis viajes por el inabarcable imperio español he quedado admirado de cómo los españoles tratan a los indios, como a semejantes, incluso formando familias mestizas y creando para ellas hospitales y universidades, he conocido alcaldes y obispos indígenas y hasta militares, lo que redunda en la paz social, bienestar y felicidad general que ya quisiéramos para nosotros en los territorios que con tanto esfuerzo, les vamos arrebatando. Parece que las nieblas londinenses nos nublan el corazón y el entendimiento, mientras que la claridad de la soleada España les hace ver y oír mejor a Dios. Sus señorías deberían considerar la política de despoblación y exterminio ya que a todas luces la fe y la inteligencia españolas están construyendo, no como nosotros un imperio de muerte, sino una sociedad civilizada que finalmente terminará por imponerse como mandato divino. España es la sabia Grecia, la imperial Roma, Inglaterra el corsario turco”.

Tengo la suerte de haber nacido y habitar en la Comunidad de Madrid, donde sus gobernantes entienden y conocen perfectamente lo que representa el término Hispanidad, la riqueza que supone. Madrid, donde todo y todos tienen cabida, hasta la gentuza miserable que compara a la reciente premio Nobel de la Paz Mª Corina Machado con Hitler. Esta ciudad única en la que sus mandatarios se mezclan con los ciudadanos en una fiesta múltiple y heterogénea para recordar y no olvidar ese hermanamiento, para celebrar la Hispanidad. Ver las calles de mi ciudad coloridas y sonoras por la indumentaria y los ritmos hispanos y encontrar disfrutando, como dos madrileños más, entre los miles de ciudadanos alborozados que llenaron el Paseo del Prado o la Puerta Sol, a la presidenta Ayuso y al consejero De Paco me llena de satisfacción y orgullo.

Recuerdo, para concluir, algunas frases de la hermosa canción de Pedro Guerra ‘Contamíname’, que podía convertirse en el himno de ese hermanamiento.

  Contamíname ,          

 Ven … con tus ojos y con tus bailes …

 Contamíname, mézclate conmigo, que bajo mi rama tendrás abrigo …

 Dame los ritmos de los tambores del barrio antiguo y del barrio nuevo …

 Cuéntame el cuento (…) del río verde y de los boleros …

Contamíname …