¿Ha habido progreso en la Historia?
Voy a intentar esbozar somero marco en el que resituar –a pesar de su vastedad- los hechos estilizados que han acompañado la dinámica social de la Humanidad desde que principió la Historia. Otros criterios y enfoques aparte, no hay dinámica social, no hay Historia, sin escritura y sin ciudades. Precediendo a esos hitos sólo hay inmovilismo y una apariencia de orden incuestionable propio de la horda. Y, precisamente, cuanto más avanza la humanidad (acepto se discuta el término avanzar/progresar), más febril deviene y mayores retos encara. Incluso contra su propio interés último. Pero ¿cuál sería es el interés último de la humanidad? Ni idea. No sé si por moda impuesta por algunos perturbados, en el ambiente andan caracoleando propuestas tipo colonizar otros planetas y alcanzar la inmortalidad, quizás por robots interpuestos o fabricando humanoides a trocitos.
Es difícil negar la realidad de cierto progreso histórico. En el contexto, felicidad, bienestar y progreso no son sinónimos. El progreso lo niegan espiritualistas críticos que profesan horror absoluto al mundo moderno menospreciando cualquier tipo de avance pues la modernidad sería una forma de retroceso espiritual respecto a la idealizada Edad de Oro. Esa tesis es difícil de sostener. Por una parte, nadie ha probado la existencia, el referente, de la Edad de Oro primigenia. Puede probarse, no obstante, la acumulación de saber, de conciencia histórica, de racionalidad deslastrada de supersticiones en la elaboración de leyes, de la humanización progresiva de dichas leyes que, en sí mismas, percibimos como valores morales positivos independientemente de que nos procuren o no bienestar material. Por otra, entrando de lleno en el terreno del bienestar material -si bien no está uniformemente distribuido entre países ni entre individuos en un mismo país- es absurdo negar los beneficios del progreso económico y técnico frente a las formas más graves de miseria o enfermedades dolorosamente corrientes y frecuentes en el pasado. Son numerosos los países en los que la vida media de la población, en buen estado de salud, ha doblado en dos siglos. Todo ello, paralelamente a la eclosión de estructuras sociales que favorecen el florecimiento de las cualidades intelectuales en las personas, liberadas de restricciones inmediatas y violentas de sobrevivencia, aumentando las posibilidades de elegir lo que se desea. Se podrán poner todos los contraejemplos individuales, colectivos e históricos que se quiera y, aun así, es difícil negar –salvo por esnobismo o ganas de singularizarse- que el progreso histórico nos ha liberado en buena medida de preocupaciones inmediatas de seguridad y subsistencia.
Sin embargo, hay que reconocer que el progreso material, por incontestable que sea, acarrea asimismo efectos ampliamente negativos. El principal o más visible es la frustración. Sin duda, la esperanza de una mayor felicidad crece al retroceder algunas formas de dolor y malestar y, no obstante, esa esperanza se ha frustrado en la práctica pues al creer esperanzados que ya tocábamos con la punta de los dedos el ideal de la utopía social –el ser humano absolutamente libre o liberado- chocamos con la decepcionante realidad: la utopía no existe ni existirá jamás. De la misma forma que las matemáticas y la lógica han mostrado sus propios límites en la revolución desencadena por Gödel, también la ciencia intenta explicar la opacidad del comportamiento social habida cuenta que no se cambia una sociedad por decreto ni se la puede encapsular en ecuaciones omniscientes. Frente a los espectaculares logros intelectuales y materiales del último siglo tomamos consciencia, en el intervalo, de los límites de la razón.
Paradójicamente, asistimos impotentes a la apabullante arrogancia de la losa científica impuesta a la sociedad en áreas cruciales: epidemiología, economía, climatología, cosmología, etc. Y quien no adhiera al dogma del mainstream es barrido profesionalmente, perseguido, marginado, humillado y represaliado al tiempo que se encumbra a personajes como Greta Thunberg, Al Gore o aquel cantamañanas, padre del modelo matemático-epidemiológico del Imperial College que propuso el confinamiento de la población durante la pandemia…y agarraron fornifollando con su secretaria en el coche. Esta es, evidentemente, la contradicción bipolar de nuestra época. A la par que el conocimiento científico alcanza un nivel nunca visto, se sume a la sociedad en un oscurantismo aberrante persiguiendo a la disidencia por terraplanista.
Obviamente, en la misma línea crítica, la civilización de la abundancia no suministra ineludiblemente a sus miembros la felicidad. El hombre sensible no es feliz con el placer, decía Swinburne. Por varias razones. La felicidad es asunto individual que depende de la aptitud de cada cual a considerar optimista o pesimistamente la propia vida. Sea cual fuera el contexto en que vive uno, sobran razones para sentirse insatisfecho: unas personas las exacerban y otras las neutralizan. Ocurre que las ventajas y beneficios de una sociedad consumista son de doble filo al crear malestar psicológico, generando nuevas necesidades, al mismo tiempo que suprimen sufrimiento o satisfacen instintos. La sobreabundancia de bienes materiales, por ejemplo, subsana o compensa ciertas necesidades pero propulsa igualmente ansias y deseos activando frustraciones y rivalidades. La sobreabundancia hace aflorar (sí: en quienes la disfrutan más intensamente) el sentimiento de vivir en una sociedad materialista que impide dar un sentido a la vida. También la preocupación política y social de ayudar al ser humano a prosperar y combatir lo que le hace sufrir, en la medida de lo posible, genera en nosotros el sentimiento de tener “derecho natural” a la felicidad, lo cual merma la capacidad sicológica para encajar la dimensión inevitable del fracaso ínsita en cualquier decurso vital, del palafrenero al emperador, y debilita el sentido del deber para con los demás endosándolo al paternalismo institucional.
La multiplicación de conocimientos desestabiliza las certidumbres tradicionales sin reemplazarlas por otras nuevas. En este sentido, el conocimiento nos puede conducir inesperadamente a consternación instalada en la inseguridad. Es bien conocido el síndrome del impostor/a. De forma más general, la racionalización de la existencia propicia una forma insidiosa de despojar a la vida de su poesía propia. Y, peor, el exceso de racionalización proyecta sobre el mundo un velo de envilecimiento que suscita la nostalgia supersticiosa de formas de vida arcaicas y opiniones arrumbas tiempo ha. La voluntad de convivir pacíficamente –el más alto logro del progreso civilizador digan Nietzsche y su peluquero lo que quieran- lleva al sentimiento que, inmersos en cotidianidad espesa y municipal, hemos acabado con el heroísmo que ardía con alta llama cuando salimos triunfadores de la horda.
En definitiva, las evidentes ventajas de la modernidad, si bien se mira no nos eximen de observarla con lucidez desprejuiciada. Deberíamos comprender que la modernidad no puede darnos todo. Sus ventajas tienen un coste y hay que pagarlo. A mayores, el pesimismo que comparten muchos de nuestros contemporáneos se apoya en el descubrimiento que algunas formas de modernidad, intrínsecamente positivas, provocan indirectamente (efectos colaterales no deseados) consecuencias terriblemente destructoras (energía atómica, manipulación genética, nanopartículas, consumo de recursos naturales no renovables, medicamentos, alimentación, etc.).
La propia lógica de las sociedades avanzadas las lleva a emprender tareas cada vez más ambiciosas sin saber si seremos capaces de asumir los efectos perversos o angustiosos. Esta carrera hacia el infinito expresa en cierta medida una maldición que ha caído sobre el hombre prometeico por querer controlar su propio destino anticipándolo. Vana ilusión: toda acción humana conlleva consecuencias inesperadas.