Tiempo de pensar

La guerra de la ternura

Estaba con una amiga, mirando sus pinturas para organizarlas en una subasta, cuando oí la noticia: el precandidato a la presidencia Miguel Uribe Turbay había fallecido en Bogotá, Colombia,tras dos meses en el hospital, víctima de un atentado. Sentí un nudo en el estómago. No solo por él, sino porque de nuevo la violencia me tocaba, aunque fuera a miles de kilómetros. Desde aquí, en Europa, pensé que la pulsión de destruir al otro parece no tener fronteras. Está en nuestras calles, en nuestras ciudades y en un planeta con más de cien conflictos armados activos. Hablar de paz parece un lujo; hablar de ternura, una ingenuidad. Pero no lo es.

Si repaso mentalmente la historia, desde Troya hasta Ucrania, desde las cruzadas hasta Sudán, el patrón es el mismo: la guerra no es la excepción, es la norma. Hobbes lo resumió en el siglo XVII: “El hombre es un lobo para el hombre”. Y la ciencia moderna lo respalda. El primatólogo Richard Wrangham, de Harvard, ha mostrado que compartimos con los chimpancés un comportamiento ancestral: atacar de forma organizada a otros grupos. Lo que antes aseguraba alimento y territorio, hoy se llama geopolítica, nacionalismo o fanatismo.

Pero no todo está en los genes. También heredamos la violencia en la memoria cultural: agravios, fronteras disputadas, humillaciones transmitidas de generación en generación. Oriente Medio es un ejemplo extremo: siglos de conflictos por religión, tierra y poder han sedimentado un odio que pasa de padres a hijos. Cada generación recibe el relato del agravio, la historia del enemigo y la justificación para seguir luchando. El resultado es una violencia brutal, con muertes indiscriminadas, bombardeos que no distinguen entre combatientes y civiles, persecución de minorías y violencia sistemática contra las mujeres, usadas como botín, castigo o arma de humillación.

No hablo solo de guerras abiertas. En América Latina, el sicariato ha convertido la muerte en mercancía; en África, las guerras civiles se prolongan durante décadas; y en sociedades que se llaman pacíficas, el racismo, la discriminación y el desprecio estructural minan la convivencia. Todo empieza igual: deshumanizando al otro.

Es una vergüenza para la humanidad que, con todo nuestro conocimiento, sigamos tan eficaces para destruirnos como cuando empuñábamos lanzas de piedra. Hemos perfeccionado la guerra; ahora debemos perfeccionar la paz.

Para mí, “la guerra de la ternura” no es un eslogan blando, sino una estrategia. Entrenar la empatía con la misma disciplina con la que entrenamos ejércitos. Educar para la dignidad. Sanar memorias. Humanizar al adversario. Si hemos heredado odio durante milenios, la verdadera revolución será dejar de legarlo.

Porque las balas que mataron a Miguel Uribe no salieron solo de un arma: salieron de siglos de rencor acumulado. Y la única forma de desarmar esos disparos es romper, de una vez, la herencia de violencia que hemos aceptado como destino.