Los goznes de un secreto a voces
«¿Ves aquella colina, Sebastiano? Cuando la haya franqueado, empezaré una nueva vida», dice Giovanni Drogo en la película El desierto de los tártaros (Valerio Zurlini, 1976).
Yo lo creo así: cada uno de nosotros guarda un nombre ajeno que nos hace ser, un nombre sin el cual no imaginamos nuestra existencia como un todo. «Siempre había oído que tu vida pasa ante tus ojos el segundo antes de morir. Para empezar, ese segundo no es un segundo, en absoluto. Se hace algo inmenso, como un océano de tiempo. En mi caso, aparecía yo tumbado boca arriba en el campamento de los boy scouts, mirando estrellas fugaces. Y las hojas amarillas de los arces que flanqueaban nuestra calle. O las manos de mi abuela y su marchita piel, que parecía papel. Y la primera vez que contemplé el nuevo Firebird de mi primo Tony. Y Jenny, [mi hija] Jenny. Y Caroline», escuchamos en American Beauty (Sam Mendes, 1999). … Es esa sombra personal que siempre advertimos pegadita cuando el Sol de la Memoria alumbra nuestra biografía. ¿Las iniciales en una playa sentimental que nunca borrará el mar que somos? Guiomar lo fue para Antonio Machado. Guiomar, en efecto, resulta una luz sustantiva hasta en los últimos momentos del escritor: en su partida se le encontró una cuarteta de Otras canciones a Guiomar (junto a la skakespeareana cita «ser o no ser» y el verso «Estos días azules y este sol de la infancia»). Pilar de Valderrama (1889-1979) fue la autora española que se identificó como la secreta Guiomar. 1928-1939.
Después de la Guerra Civil, Pilar retomó su amistad con Concha Espina. Y en un instante de fuego le habló de Machado, y le leyó algunas cartas que le escribiese el autor de Campos de Castilla.
«Lunes – En nuestro rincón. […] Y cuando pasen estos momentos del tránsito de tu presencia a tu recuerdo, que son los verdaderamente trágicos, volveré a ser feliz con tu imagen rememorada y recordando una por una tus palabras y tus labios ¡y tus ojos! […] ¡Ay! Pilar, tú no sabes bien lo que es tener tan cerca a la mujer que se ha esperado toda una vida, al sueño hecho carne, a la diosa… […]».
«Lunes – Noche. […] En todo lo que escribo y escribiré hasta que me muera estás tú, vida mía. […]».
Concha, ciega ya, distinguió tan luminosas esas misivas, que le hizo saber a Pilar la idea de un libro con el que se caminara hacia un retorno personal no conocido: una obra en la que tratase aquel epistolario. «Como ella insistiera en su propósito argüí muchas razones, unas de índole privada, otras, que habiendo sido el poeta tan celoso guardador de su intimidad a instancias mías, no creía lícito ni oportuno desvelar sus hondos y sinceros sentimientos». ... Pero, al final, cedió frente a una Concha Espina llena de perseverantes fundamentos, si seguimos atendiendo a la propia Pilar: «Los caudales que esas cartas contienen de ternura, de bondad, su fe en Dios al que invoca […]», «Esta publicación -me dijo una tarde- podrá influir decisivamente para que se traigan a España sus restos mortales», «También me prometió que emplearía la discreción necesaria para no descubrir la verdadera identidad de Guiomar» y «[…] ver la gran ilusión que [Concha Espina] ponía en hacer este libro, ella que tan pocas ilusiones tenía ya». … Y el volumen se publicó en 1950: De Antonio Machado a su grande y secreto amor; pero el resultado defraudó a Pilar. «La obra estaba en las librerías con sus innecesarias invenciones novelescas que, lejos de apartar de mí las sospechas, las avivaron más, ya que no convencieron a nadie». Y así nos lo subraya ella misma: «[…] es el caso, que empezó a darse mi nombre como el de la auténtica Guiomar. Y ese rumor llegó hasta América, de donde recibí cartas interrogantes. Una de ellas fue de Jorge Guillén, quien habiendo llegado a Madrid poco después, me telefoneó e insistió en que deseaba verme, a lo que accedí». No me es extraño, pues, que ante una verdad revelada, asimismo con «falsedades e inexactitudes» de unos y de otros, y con un mantenido anhelo del regreso del poeta («¿No es injusto que reposen aún en tierra extranjera, los restos del gran cantor de Castilla?»), Pilar decidiera escribir una autobiografía. Y en 1981, dos años después de su muerte, el texto salió impreso con 36 cartas del famoso andaluz (y con prólogo redactado por el citado Jorge Guillén): Sí, soy Guiomar. «[Ante nuestra salida de Madrid, durante la Guerra Civil] Solo retuve un puñado [de cartas], unas cuarenta que le llevé a mi amiga María para que las guardara en su casa y las demás, casi doscientas, las quemé en la chimenea que tenía en mi salón». Es decir, al final, sí, un coto vedado abierto de par en par. Y, además, y por mucho que hoy en día se quiera destacar la calidad literaria de Pilar de Valderrama, siento que sobre ella no se deja de enfocar la luz de Antonio Machado, en lugar de hacer brillar por sí sola a la autora. Y ahí tenemos el encabezamiento informativo para una donación en 2022 al Instituto Cervantes («El fragmento inédito de una carta de amor de Machado a Pilar de Valderrama, parte del legado de la escritora a la Caja de las Letras») o la frase con que se da a conocer el libro que publica en 2023 la propia nieta (Pilar de Valderrama: memorias de un gran secreto) o la muestra que ofreció el Instituto Cervantes en 2023/2024 (Las palabras de un secreto. Pilar de Valderrama). … Y sin olvidar el estudio de Miguel Ángel Baamonde (2009), Guiomar, asedio a un fantasma, tratando de desmontar la simetría Guiomar/Pilar de Valderrama, o la novelización de Nieves Herrero (2019), Esos días azules, en torno a la historia sentimental de la pareja. ¿Un ser de goznes para abrir y cerrar puertas machadianas?
Pregunta última
Pilar de Valderrama en «Evocación», uno de los «Siete poemas que Guiomar dedicó a Machado para después de su muerte», escribe con simiente de belleza: «Aquel café de barrio, destartalado y frío, / testigo silencioso de nuestras confidencias, / extremo de rigores, conjunto de inclemencias, / que solo caldeaban tu corazón y el mío». Son palabras que me dirigen hacia los únicos tres puntos cardinales de una celosa privacidad: un «yo», un «tú», un «nosotros». Como si no hubiera más que un «nosotros», siempre un «tú», tan solo un «yo». Entonces, y en esta «hora del último sol» en la que escribo, y sobre un suelo de cristales rotos, me pregunto si en una imaginaria vuelta al pasado, y de nuevo junto a Concha Espina, nuestra escritora habría franqueado la colina que encerraba los «testigos silenciosos» de sus más personales vivencias con el artista sevillano.