El Gordo de Navidad. Un elogio al torpe afortunado
Siempre deja la ventura una puerta abierta en las desdichas para dar remedio a ellas. —Miguel de Cervantes
¡Vaya invento, la lotería! Diría el buen Quevedo que es aquella que hace iguales al rico y al pobre, porque a ambos los engaña, y yo añadiría que con idéntico esmero. Nace en tiempos de Carlos III con una notable intención, la de financiar obras benéficas y también de Estado, pero desde entonces se vende como el ungüento milagroso que nos hará a todos muy felices —casi tanto como la que promete la Agenda 2030, que ya es decir—. Francia e Italia fueron pioneras, pero no cabe duda de que nosotros lo hicimos mejor, así que lo abrazamos con entusiasmo.
Corría el año 1924 cuando el número 15770 regalaba un millón y medio de pesetas, lo que equivaldría a unos dos millones y medio de euros actuales. Con semejante botín el agraciado podía adquirir hasta diez casas en Madrid o Barcelona y todavía le sobraba para comprar varios coches. El Estado, todavía magnánimo, retenía apenas un 10%. Eran tiempos sin saqueo fiscal y en que la lotería era un verdadero pasaporte a la prosperidad.
Después llegó el Generalísimo Francisco Franco —que lo era, según la Casa de Moneda y Timbre, por la Gracia de Dios—. Durante su mandato el diezmo permaneció inalterable. En 1960, el número 02365 otorgaba quince mil pesetas, que hoy parece calderilla, pero en aquel entonces bastaban para adquirir, al menos, una vivienda en una gran ciudad y varios vehículos de alta gama, de los que en Asturias llamaban los “aigas” —por aquello del quiero el más grande que “aiga”—.
Llegamos al presente, la dulzura de la modernidad, pero con tu décimo no tendrás para una casa. Cuatrocientos mil euros de premio y una mordida fiscal del 20% ¡Hasta suena bien! Es el recordatorio de que Hacienda siempre gana, incluso cuando pierde. En cualquier caso es un gusto saber que todo ese dinero lo destinarán a educación y sanidad, tal que relatan los buenos próceres. Calderón de la Barca ya nos advirtió de que la vida es sueño, y los sueños, sueños son, pero el nuestro consiste en creer que nuestro dinero revierte en nosotros, cuando la realidad nos muestra que sirve para sufragar otros propósitos de mayor importancia. Así vemos disfrutar a nuestros políticos de viajes en primera, hoteles con más estrellas que la constelación de Orión, colegios privados para su prole, cochazos, ventajas y, por supuesto, hasta algún que otro sobre con chistorra incluida.
La lotería nacional se ha convertido en el circo que marca el comienzo de la Navidad. Gente disfrazada, chirigotas, nervios y nuestros niños de San Ildefonso siempre dispuestos al mejor cántico. Sin embargo, pese a que conozco una agraciada, todo me sigue pareciendo un montaje. En quince minutos se plantan las cámaras en “Villabotijos de Enmedio”, una parroquia perdida en el quinto infierno en donde espera impaciente un tropel de vecinos ataviados con camisetas recién impresas con el número premiado, botellas de champán de 3,62 euros y una colección de actores improvisados que muestran el décimo como si cogieran el Santo Grial. ¿De verdad alguien cree que un nuevo rico, recién salido de la miseria, celebra su fortuna con un espumoso que no sirve ni para desatascar tuberías y arriesgándose a mojarlo? La situación resulta tan paradójica que haría reír al mismísimo Calvin Coolidge.
Lo más irónico de todo esto son las anécdotas del después, como la de aquel albañil de Cuenca que después de ganar el Gordo se compró un caballo pura sangre sin tener establo, finca y ni la más remota idea de montar. El pobre animal terminó viviendo un par de semanas en su garaje, entre sacos de cemento y la Vespa del 82. O una señora de Cádiz que en un arrebato de generosidad mal calculada invitó a todo el barrio a marisco “del bueno”, sin reparar en que su premio no daba ni para pagar la mitad de la pitanza. Terminó financiando la diferencia con un crédito rápido que, ironías del destino y la suerte, todavía está pagando.
Y no fueron pocos los que tocados por la varita caprichosa del azar cometieron alguna singular imprudencia digna de figurar en los anales del disparate. Ahí tienen, por ejemplo, a un señor de Valladolid que en el mismo instante de la suerte decidió convertirse en un eminente restaurador —que, dicho en romano paladín, no es más que un cocinero con ínfulas—. Compró un local, contrató a un chef francés y anunció que se dedicaría a la alta cocina pero con toque castellano. En su entusiasmo incluyó torreznos en todos los platos, hasta en el postre. El chef entró en pánico, dimitió y el restaurante echó la persiana en menos de un mes.
No menos pintoresco fue un matrimonio zaragozano que, sin haber visto el mar más allá que en postales, compró un yate de segunda mano y ordenó llevarlo a Valencia. Al llegar descubren que los amarres no son gratuitos, así que el barquito pasó días dando vueltas por el puerto, como alma en pena, hasta que decidieron venderlo.
También está el caso del jubilado de Burgos, hombre generoso donde los haya, que decidió invitar a todo el bar a una ronda y en la efusividad del momento sacó un fajo de billetes creyendo que eran de cinco euros y comenzó a repartirlos sin control ¡Ni Rockefeller fue tan espléndido! Al día siguiente tuvo que pedir que le fiasen el desayuno.
Y cómo vamos a olvidar a los nuevos aristócratas del arte, como aquel que deseoso de convertirse en mecenas compró tres lienzos abstractos a precio de Kandinsky. Resultaron ser reproducciones impresas que se vendían en los bazares chinos por 12,95 euros. El hombre, lejos de amilanarse, dijo que había descubierto a un genio incomprendido de la pintura contemporánea, así que de algún modo no le faltaba razón porque el genio era él.
Con todo, lo más trágico es que muchos felices ganadores, al cabo de unos años, terminan arruinados, desahuciados y convencidos de que el décimo era el maná. La ilusión, sin embargo, permanece intacta, porque todos confiamos en que el bombo nos guiñe el ojo, aunque también sabemos que es más fácil ver un marciano vestido de Pepa Pig fumando un puro en Carrefour que ganar la lotería. Pero cada diciembre, como buenos románticos que somos, nos aferramos a este bonito sueño con la misma devoción con la que otros se amarran a la fe.
Esta lotería que parece el opio del pueblo moderno no es más que un espejismo que nos hace olvidar por un instante que la fortuna, al igual que la política, siempre se reparte entre los mismos.
Mucha suerte y, en su ausencia, salud.