¿Creerle o no a la Fiscalía General de la República de México?
En México un día sí y otro también se habla de la Fiscalía General de la República. Para quien nos lee desde España, conviene aclarar que la FGR es el órgano autónomo encargado de investigar y perseguir los delitos federales, algo similar a la Fiscalía General del Estado, pero con independencia orgánica del Poder Ejecutivo. Dentro de ella existe un Órgano Interno de Control (OIC) que vigila, audita y sanciona las irregularidades administrativas de la propia fiscalía.
A principios de agosto la prensa mexicana desveló el informe que el OIC entregó al Congreso. El documento no escatima en irregularidades: por un lado, la recepción de dos aeronaves aseguradas no se acreditó; por otro, las bitácoras de más de 700 mil litros de turbosina (combustible para aviones) presentan omisiones e incoherencias. También se documentan vuelos realizados por pilotos con licencias vencidas. Las y los auditores levantaron 37 observaciones tras realizar 17 auditorías en materias administrativa, presupuestal y contable.
No se trata de trivialidades: la institución que debería vigilar el buen uso de aeronaves confiscadas y de combustible terminó reconociendo que no sabe dónde están algunos bienes o qué se hizo con el combustible. Además, se abrieron cuatro investigaciones por faltas graves (cohecho, desvío de recursos y abuso de funciones), y más de 2 700 indagatorias por faltas administrativas no graves contra agentes del ministerio público, policías ministeriales y otras personas funcionarias. El OIC explica en su informe que actúa como “una revisión imparcial e independiente de las operaciones administrativas, presupuestarias, contables y financieras de la FGR”. Es decir, está llamado a ser el guardián interno contra la corrupción.
El mismo informe advierte otras anomalías: equipos que nunca se instalaron o se usan menos de lo previsto; recursos sin comprobar desde 2023; comprobantes de gastos duplicados; contratos de obras públicas y adquisiciones con irregularidades. En cualquier país esto provocaría titulares y dimisiones; en México provocó otra cosa: una purga interna.
Después de hacerse público el informe, la FGR anunció que había destituido a Arturo Serrano Meneses, titular del OIC, y a nueve integrantes de su equipo. La acción se ejecutó con elementos de Seguridad Institucional en el edificio del OIC en la colonia Tizapán, al sur de la Ciudad de México. Las autoridades confirmaron que desde abril existían carpetas de investigación por delitos contra la administración de justicia, tráfico de influencias y omisiones graves. Serrano, nombrado en 2019 por la Cámara de Diputados y ratificado para un segundo periodo que concluía en 2027, fue cesado a media gestión.
La enumeración de funcionarios cesados es: Responsabilidades, Denuncias e Investigaciones, Unidad de Control y Evaluación, Unidad de Verificación del Destino Final de Bienes, Unidad de Auditoría Interna y Unidad Jurídica y Contenciosa, entre otros. Según la información que ha revelado en publicaciones, la Unidad de Vigilancia y Cumplimiento en Materia de Transparencia del propio OIC ya estaba en revisión por irregularidades en el manejo de datos personales. ¿El controlador siendo controlado?
A la purga siguieron voces que exigen explicaciones. El diario Reforma señaló que Serrano habría avalado la incineración de supuesta droga que resultó ser otra sustancia, y que la FGR considera ese hecho como parte de su expediente. La presidenta Claudia Sheinbaum, al ser cuestionada, respondió que corresponde al fiscal Alejandro Gertz Manero explicar los motivos de la destitución. Se trata, pues, de una guerra interna en la que la ciudadanía sólo ve llamaradas.
La pregunta que flota es sencilla: ¿debemos creerle a la FGR? Por un lado, su propio órgano de control produjo un informe explosivo que denuncia faltas graves en la administración de bienes incautados, uso irregular de turbosina y deficiencias en los procesos de contratación. Esto habla de transparencia y de voluntad de limpiar la casa. Por otro lado, días después el contralor y todo su equipo son destituidos bajo sospecha de corrupción. Esto huele a vendetta o a cortina de humo: o el contralor es víctima de una represalia por haber puesto el dedo en la llaga, o realmente participó en los mismos actos que denunciaba.
Desde España se puede recordar el escándalo “Villarejo”, que mostró la fragilidad de las estructuras de control cuando se politizan. Aquí, el riesgo es el mismo: una institución de persecución penal sin contrapesos creíbles termina haciendo y deshaciendo a su antojo. Si el OIC era corrupto, ¿qué garantías hay de que la nueva cúpula no repita esas prácticas? Si, por el contrario, el OIC era incómodo por su autonomía, su remoción envía el mensaje de que no se tolera la crítica interna.