Feliz Navidad
Este será el saludo, cuasi formal, que se extenderá por casi todos los países del mundo.
Y, sin embargo, me parece necesario detenernos un instante, encender los sentidos y volver al significado profundo de la Navidad, allí donde la eternidad irrumpe en el tiempo.
Para quienes creemos, es el culmen de una relación personal entre el Creador y la creatura. Y como Dios podía hacerlo, lo hizo. No de modo abstracto ni distante, sino entrando en la historia, aceptando la fragilidad del tiempo y del cuerpo. San Agustín lo expresó con asombro: «El que hizo al hombre, se hizo hombre para buscar al hombre».
Me permito salir, por un momento, de mi propio relato, que podría parecer pueril o cercano al pensamiento mágico. Hablar de un trato personal no es una metáfora: es una experiencia concreta, semejante a la de un padre y un hijo, con sus idas y vueltas, sus rebeldías y desobediencias. Recuerdo aquellos primeros encuentros personales, esa búsqueda en soledad atravesada por preguntas simples y radicales: ¿hay algo más?, ¿quién soy?, ¿para qué estoy? No recibí respuestas definitivas, pero sí la inquietud de querer saber. Esa chispa interior que crece aun cuando no la buscamos. Como escribió San Agustín: «Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti».
Estos días todo parece invitarnos a la fiesta: reuniones familiares alrededor de un árbol encendido, comidas opíparas, brindis, excesos. Pero con frecuencia se pierde el fundamento mismo de la celebración. Es como asistir a un cumpleaños y olvidar al homenajeado. La imagen de Jesús se diluye en miles de tarjetas virtuales que se repiten y dicen poco, en una catarata de frases que deja, paradójicamente, un vacío de espíritu.
Vivimos en un mundo saturado de distracciones. El universo se ha reducido a la constelación de las redes, donde la oferta de entretenimiento es permanente y la oportunidad de preguntarse se vuelve escasa. Santo Tomás de Aquino advertía que el ser humano se define por su capacidad de contemplar la verdad; cuando esa contemplación se pierde, también se empobrece la vida interior.
No se trata tanto de en qué creas, sino de en qué colocás tu mente. Qué lugar te dejan estos tiempos para formular las preguntas fundamentales y, sobre todo, cuánto tiempo te conceden para intentar responderlas. Sé que esa búsqueda me llevará toda la vida. He descubierto que nada sé cuanto más creo saber, y que el viento seguirá soplando cuando mi piel ya no ofrezca resistencia en esta tierra.
Alguna vez alguien me preguntó para qué escribo. Hoy, después de mucho tiempo, solo puedo responder: para amar y ser amado. Porque, como enseñó Santo Tomás, el amor no es un sentimiento accesorio, sino el acto más pleno de la voluntad orientada al bien.
Feliz Navidad. No dejemos de ver que en ese pesebre de Belén, un niño recién nacido cambió toda la historia. No fue un guerrero ni un filósofo. Fue un niño pequeño, despojado de todo, excepto del amor.
Un amor que no es declamación, sino entrega concreta, compromiso, atención a quienes están alrededor, esfuerzo, cansancio, paciencia.
Como regalo de mi parte para todos los lectores les acerco esta pequeña pero gran oración de Santa Teresa de Jesús:
Nada te turbe,
Nada te espante,
Todo se pasa,
Dios no se muda.
La paciencia todo lo alcanza
Quien a Dios tiene
Nada le falta
Sólo Dios basta.