Fantasía del traficante de calcetines
Cuenta Père Labat (1663-1738) en sus Viajes a las islas de la América que los comerciantes de esclavos apresaban a sus víctimas en los países del África subsahariana con la colaboración de enemigos tribales a los que pagaban por ese servicio de captura. Tan truculento negocio debió de originar, en mi opinión, la leyenda del hombre del saco, y es que -explica el citado autor- a los niños solían meterlos en sacos para transportarlos más fácilmente a los barcos negreros.
He recordado este turbio asunto porque a la mañana siguiente del gran apagón de luz en España, volví a encontrarme en Madrid al hombre que vende calcetines. Iba enfundado en un traje negro, con corbata también de luto, y una mochila a la espalda en la que transporta sus artículos. Su presencia debería haberme alegrado, porque solo aparece, como el Arco Iris, cuando ha pasado la tormenta. A mí, en concreto, se me acerca después de los acontecimientos dramáticos masivos, por ejemplo, una pandemia, una dana, un colapso del suministro eléctrico o un incendio descomunal y catastrófico; así sé que el peligro se ha alejado, de momento al menos. Por eso, aunque imite a la Muerte en su manera de vestir, apenas me intimida ya a pesar del porte imponente y la barba espesa y puntiaguda que le adorna el rostro cual colador de manga o capucha invertida del fatídico personaje al que representa. En cuanto a la guadaña, son los propios calcetines, que al desenfundarlos de la misteriosa bolsa en ristras sucesivas con una rapidez pasmosa dan la impresión de un palo cortante y ominoso.
Esta vez le noté especialmente cansado, quizá esté haciéndose mayor. Ni siquiera me persiguió durante un trecho por la acera para mostrarme la magnífica mercancía -según él- fruto de su última cosecha. Debe admitirse el mérito, por supuesto, de su diligencia en visitar a los atrapados en los ascensores y en los trenes; a los amontonados en las estaciones en plena vigilia nocturna pavorosa; a quienes lloran, inconsolables de rabia e impotencia, mientras esperan a que sus casas reciban el beso fatal de las lenguas de fuego; a los bomberos agotados. Entre esos colectivos circula siempre él, escondido tras la mata de la barba, con el propósito de quitarles los calcetines a quienes ya no pueden caminar más para revenderlos a continuación. Y si los grandes depredadores no le hacen ascos a nadie, tampoco él da ventaja a las mujeres, los ancianos o los niños sobre los varones o al revés, de hecho lleva el macuto, su versión del saco ancestral, repleto de calcetines de todos los colores y edades. A primera vista podría pasar por un mago elegante, y a su manera lo es, de esos que negocian las ilusiones perdidas a precios de saldo.
Yo nunca acepto sus ofertas y huyo a toda prisa, pero hay gente que, como a un vulgar vendedor callejero de melones robados, le compra sin dudar.