La espera y la esperanza
La vida humana discurre entre la memoria y la esperanza, entre la invención de un tiempo por venir y el regreso al punto de partida. El pasado es lo cerrado, lo melancólico, mientras que el futuro es incierto y abierto. De ahí que, en un momento histórico como el siglo XX, dominado por la crisis y la incertidumbre, al que con toda razón se le ha llamado “El siglo del desencanto”, la realidad se presenta como lo imprevisible que vale la pena nombrar, pues es propio del hombre esperanzado moverse contra toda apariencia adversa. Pertenecientes a un mismo campo semántico, la esperanza y la espera difieren en sus objetivos, pues mientras la primera es activa y se relaciona con la búsqueda, con la posibilidad de que suceda lo deseado, la segunda es pasiva y va ligada a un estado de recepción o escucha, que exige una absoluta disponibilidad. En su proyección hacia el futuro, la esperanza va unida al sueño utópico, aún no cumplido, que consiste en borrar las fronteras para recuperar la inocencia perdida (“la esperanza auténtica se encuentra junto con este proceso en un riesgo, en el riesgo de la frontera”, escribe Ernst Bloch en El principio esperanza). Y como no hay escritura sin riesgo, únicamente la esperanza, que se asienta en la fe, puede transformar esta realidad en otra, en la realidad de lo posible, y acoger la visión del presente en un estado de gestación. Desde el mito de la caja de Pandora, que guarda en su fondo a Elpis, la tenaz esperanza, en medio de todos los males, hasta llegar al mito de Sísifo, contado por Camus (“El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre”), donde el esfuerzo se viste con la piel de la promesa, pasando por “la isla de los dulces aires”, en la que habita Próspero, a salvo de tempestades, la esperanza es una prueba sin descanso, que enlaza ascensos y caídas, sin resignarse a la postración. De este afán por seguir y trascenderse (“Yo espero sin cesar”, dice el Salmo 71, 14), extrae la palabra poética su razón de ser, que se concentra en el presente para anular la distancia entre proximidad y lejanía, para protegerse de la sucesión lineal. La esperanza participa, a la vez, de la constancia y la renovación, de lo enigmático y lo posible, de manera que, en su intento de liberar el misterio de cuanto lo aprisiona, penetra en el fondo de este mundo con el fin de superarlo, como hace Flaubert en La educación sentimental, el libro de la duda entre la pérdida y la recuperación, cuyo fluir melancólico se mueve entre el desenmascaramiento de la ilusión y el encanto de la seducción de vivir. De acuerdo con ello, en la esperanza late siempre la potencialidad de otra realidad, el deseo de un río lleno de enigmas, cuya melodía incompleta, interior y contradictoria, nos sorprende con su inesperada revelación (“La esperanza no nace de una visión del mundo tranquilizadora y optimista, sino de la laceración de la existencia vivida y padecida sin velos, que crea una irreprimible necesidad de rescate”, declara Claudio Magris en Utopía y desencanto). La esperanza es una especie de crisol en el que tiene lugar la metamorfosis, quedando como la mariposa en su crisálida, como un destello que nos deslumbra y prepara la llegada de lo nuevo.
Frente a la esperanza, que participa del juego del deseo, la espera se siente, desde su capacidad incubadora, como la inocencia de un deslumbramiento. En la espera todo queda en suspenso y lo que se escucha es la materialidad de la voz, sin peso significante, cuya melodía, animada por lo no dicho se percibe más en la audición que en la lectura (“Oír es un fenómeno fisiológico; escuchar, una acción sicológica, afirma Barthes en “El acto de escuchar”, recogido en Lo obvio y lo obtuso). En su mantenerse alerta, el que espera se siente a medio camino entre las sombras y la luz, entre el sueño y la vigilia, la esperanza y la desesperación, por eso dice uno de nuestros más sabios refranes: “El que espera desespera”, como si en ese cuerpo vivo de la ausencia el aire se llenase de un luminoso aleteo. Consciente de que la relación con lo otro puede transformarlo, el que espera está dispuesto, desde su soledad sonora, a establecer un diálogo con lo desconocido (“A quien espera no se le oculta nada. Él no está cerca de las cosas que se muestran. En la espera todas las cosas son devueltas al estado latente”, dice Blanchot en La espera el olvido). Situado en ese intervalo entre escuchar y decir, el poeta deja que las voces resuenen en un lugar vacío, pues como ya señaló Novalis en uno de sus fragmentos (“Poetizar no es hablar con el lenguaje, sino dejar que el lenguaje hable en uno”), dando así a la voz la posibilidad de su manifestación. Y si la palabra poética se sostiene en la articulación de sonido y sentido, siendo l sonido lo que da acceso al sentido, el texto que permanece vivo en la memoria y está por oírse se mantiene alejado del canon y más próximo a la natural espontaneidad del estar hablando, que no otra cosa es la espera en relación con las posibilidades del lenguaje. Desde una perspectiva religioso-poética, el estado de espera guarda una analogía con la posición del orante antiguo, con sus palmas levantadas hacia el cielo y en posición de recibir. Y dado que la esperanza es por naturaleza paradójica, pues participa a la vez de lo que ya existe y de lo que no puede ser, su disposición interna, su estar lista para actuar, afecta de lleno al lenguaje poético, ya que éste, en su alternancia de muerte y resurrección, de destrucción y creación, se libera de lo normativo y alcanza lo trascendente. Esperar es así condición esencial del hombre y de la palabra, pues con su mediación se alcanza la supervivencia, la experiencia de integridad.