Entre brunch, coworking y outfit
El pueblo es el último refugio del ser humano. —Un aldeano
Los que somos de provincias, esos que todavía saludamos al vecino y que podemos distinguir entre un almuerzo y una comida, peregrinamos de cuando en cuando a las grandes ciudades como quien va a un templo pagano a purificar su alma, ciudades masificadas donde no se respira otra cosa que ansiedad embotellada, junto a silencios y miradas perdidas.
Es indudable que cada nueva visita se convierte en una sorpresa. Tiendas que enseñan sus productos con escaparates luminosos que en ocasiones están articulados, mercancías de mucho esplendor, motivos futuristas o robots. Hay de todo, hasta lo inimaginable. Pero también está esa muchedumbre que se mueve como un enjambre sin reina, caminantes sin rumbo y sin sombras. Las gentes de los pueblos cuando vamos a las ciudades observamos estas cosas con detenimiento y absoluta extrañeza. Nos sorprende ver sus miradas clavadas al suelo e incluso una forma de espíritu penetrando en el interior de las pantallas de sus teléfonos móviles. Bien parece que todas estas personas intentan esconder el secreto de su existencia.
Pues sucede que la mayoría de los visitantes vemos todo esto con verdadero estupor. Nos entretenemos analizando al urbanita, al que advertimos como un actor secundario de una película de bajo presupuesto en donde no existe trama y su diálogo, con suerte, se reduce a monosílabos o emoticonos. Todo se convierte en una singular representación teatral patrocinada por la batería de los móviles.
Este opinador también ha vivido en grandes ciudades, sí, pero confesaré que no he sabido adaptarme. Sospecho que es porque siempre he creído que el alma no se alquila por metros cuadrados, ni tampoco se vende en pequeños paquetes. He morado todo lo más que he podido en pequeños pueblos, en donde todos nos conocemos. Es el pueblo, ese hermoso lugar en donde salir a comprar el pan resulta un atrevimiento porque esta braveza puede durar varias horas, es el sitio en que se mira, saluda y habla, es donde el panadero, sin saberlo, ejerce de notario de la vida cotidiana.
Sin embargo, muchos habitantes de las grandes ciudades como Madrid, Barcelona, Valencia o Sevilla se aferran a su terruño como rémoras. En el caso de los madrileños exclaman con orgullo aquel lema: ¡De Madrid al cielo!, es una frase cargada de simbolismo que podría completarse con una nota que dijese sí, pero porque antes hay que pasar por el purgatorio de los atascos. Son los mismos embotellamientos que se producen en otras ciudades, como es la salida de Bilbao que cada fin de semana se convierte en una agotadora espera en medio de la autopista con gente que escapa a su bonito pueblo. Es el éxodo semanal que se presume como una necesaria procesión penitencial.
Y también confesaré que es llegar a la ciudad y descubrir cosas, ¡todo, todo son cosas! En los últimos años he descubierto algunos rituales de ciudad que merecerían un singular estudio antropológico. Uno de ellos es el celebérrimo “brunch”, una palabra extraña que bien parece un conjuro de druida. Al parecer este invento une dos palabras inglesas e intenta designar una comida que en realidad no es comida y un desayuno que no se desayuna. Llama la atención que tampoco se trata de una semejanza al famoso invento español de la merienda-cena, porque ni siquiera es un almuerzo, es por el contrario una simple excusa para pagar 18 euros por medio aguacate y una tostada cortada con un bisturí de cirujano.
Todo esto resulta tremendamente sorprendente. España que ha dado al mundo la fabada, la paella, las migas, la patata revolcona, el jamón serrano, los huevos con chistorra y el vermut de media tarde, se ve ahora invadida por anglicismos gastronómicos que quieren ennoblecer hasta lo más insípido. El “brunch” se ha convertido en el último grito en los locales de moda, en donde se atreven a cambiar platos por un pedante trozo de pizarra y además, como nuevo condimento, ofrecen “wifi” gratis.
Pero si al “brunch” lo sitúan en el altar de los manjares, ahora ha hecho su aparición el “coworking”, o lo que es lo mismo, la mismísima sacristía de lo moderno. Aquí se congregan los nuevos eremitas digitales que se encierran cada día en un cubículo con cascos o auriculares sin cables, ordenador portátil, miradas perdidas, ellos ausentes de todo signo vital y a su lado un café de medio litro con canela y vainilla. Estos ermitaños de caverna de concepto abierto no se hablan, ni se miran, están incomunicados pero a la vez conectados, son simples sombras que pagan por estar en silencio y rodeados de otras sombras ¡Y a todo esto llaman progreso!
Además, se ha incorporado también a la vida de metrópoli el “outfit”, o sea, lo que en romano paladín se llamó siempre código de vestimenta, que es el resultado de saber cómo debes de ir a cualquier parte. Sin duda la palabra se las trae, principalmente cuando en esta nuestra España hasta el mismísimo ejército escribe en sus rectas invitaciones el término “uniformidad” frente a “uniforme” ¡Pero qué “outfit” ni que ocho cuartos! Si parece que a nadie choca ver en los funerales brillos de colores y escotes, las bodas son matices multicoloristas en donde lo del menos es más ha quedado relegado al absoluto olvido; los bautizos se han convertido en puestas de largo y, en cambio, para los eventos de menor categoría resulta que los “outfiistas” se cuelgan sus mejores galas. Esta tierra en que los acontecimientos de importancia se visten con trajes y zapatillas de deporte y pajarita, en donde los hombres dejaron de vestirse por los pies y ahora aparentan ser sombras de un presidio, es cuando sin duda el “outfit” es la fiel disculpa de la pérdida del rigor en la etiqueta y el diccionario de las vanidades que se actualiza por temporadas.
Entre tanto, en mí humilde pueblecito, donde el aire todavía huele a naturaleza y a conversación, el almuerzo sigue siendo el interludio glorioso de siempre, la comida es comida y la cena es cena, por eso, no puedo más que agradecer a Dios que el cielo esté más cerca de la tierra porque, aunque no tengamos “bruch”, “coworking” o “tofu” con nombre de influencer, los de provincias siempre guardamos con orgullo nuestra alma, siempre libre, igual que la conversación y la mirada, y todo eso junto lo servimos en la mesa de una vida que consideramos que merece ser recordada. Sabemos cómo debemos vestirnos y sin abusar del “outfit”, con nuestra humildad de aldea, porque no necesitamos nombres extraños que dicten lo que nos enseñaron en casa.
En esta aparente sencillez es donde se esconde la última revolución pendiente, la de vivir, aunque, al fin y al cabo, tal que escribió Rousseau, el hombre nace libre y en todas partes está encadenado.