Mi pasión

El embolao en los toros

Durante los siglos XVIII y XIX, sobre todo en los reinados de Carlos III y de Fernando VII, épocas aquellas en las que se lidiaban en algunos festejos hasta veinte o veinticinco toros bravos en un día, hechos acaecidos por conmemoraciones históricas y fechas relevantes. 

Espectáculos que comenzaban por la mañana con un descanso en el intermedio para almorzar y refrescar la plaza, continuando la fiesta hasta bien caída la tarde.

Esta tradición de descanso, se conserva todavía por costumbre en muchas plazas, prueba evidente de ello, en corridas normales de seis toros, especialmente por zonas de Levante, Extremadura y Andalucía, en las que se hacen una pausa después de arrastrar el tercer toro, para regar el ruedo y merendar. Citaremos algunas localidades andaluzas donde todavía se sigue esa costumbre, como es el caso de; Málaga, Granada, Jaén, Córdoba, Almería, Baza, Linares, Roquetas, Antequera, Motril, La Línea, Úbeda, Algeciras o Baeza. Por lógica, sus fiestas o ferias coinciden en meses estivales de pleno verano, mayor motivo para refrescar el piso plaza dado al calor reinante.

Por cierto, en aquellas fechas lejanas, a los picadores se les consideraban de un rango tan importante como a los matadores de toros, incluso iban anunciados en los carteles por delante de estos y con letras de imprenta más grandes. Aún se conserva todavía y es reglamentado que los picadores vayan reflejados en este caso primero que los banderilleros, además pueden lucir en sus chaquetillas los alamares y remates bordados en color oro igual que los matadores, por poseer todavía aquel privilegio de entonces y ser el toreo a caballo más antiguo que el de a pie.

Pues bien, en las indicadas corridas de veinte toros o más, el último en salir de toriles era un toro que había sido embolado con anterioridad, es decir; le colocaban en los cuernos unas bolas de goma, trapos o cualquier sistema parecido, de esta manera evitar gravedad en las cornadas, para torearlo y corretearlo por las calles los jovenzuelos de la localidad, sirviendo de diversión ante el público. 

Una vez toreado durante un buen rato, a base de capotazos y otros enseres, lo encerraban de nuevo, algunas veces en unos improvisados chiqueros en plazas públicas, dándole suelta más tarde sin la emboladura para que lo lidiase el torero de turno de los diestros contratados, a todo un animal enfurecido con la dificultad y peligro que conlleva un toro resabiado y desengañado por las carreras y mantazos horas antes. Cuando lo veía su matador salir del chiquero al morlaco sobrado de kilos, la expresión estaba clara; ¡Ya me han metío el embolao!

Dicha expresión de embolado, se repite habitualmente en terrenos coloquiales o de trabajo y, actualmente con demasiada frecuencia en términos políticos. Pues ojo, nadie quisiéramos que nos metan un “embolao”.