El rey, mi rey
Huelga decir que durante el franquismo no había, entre la gente joven nacida después del 45, ningún monárquico. Con Franco estaba Franco y nada más. No sería hasta pasada la pubertad y comenzada la juventud cuando quien esto escribe tomase conciencia de la existencia de una monarquía. Pero me llamaba la atención la manía de algunos (como Luis María Ansón, a la sazón director de ABC) de citar a don Juan de Borbón, un hijo de Alfonso XIII, que estaba exiliado en Estoril y al que dedicaba los mayores elogios. Don Juan por aquí, don Juan por allá…
Franco había hecho venir a España al hijo de aquel exiliado, un joven llamado Juan Carlos, que llegó en 1947, con diez añitos, para educarse en este país. Que no era su país, porque nació en Roma, vivió en Lausana y Estoril y su español debía ser manifiestamente mejorable. De él poco supimos nunca. Quizás hasta el año 1962, cuando contrajo nupcias con Sofía de Grecia y aquella boda sí que fue muy señalada por el Régimen.
El mismo año de la llegada de Juan Carlos (1947) heredero por línea directa de la monarquía española, Franco hace aprobar la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado. En ella se declara a España como reino, él mismo se instituye como dictador vitalicio y se establece que su sucesión se hará en la persona que él decida, como rey o regente, con la aprobación, eso sí, de las Cortes. Que la persona a sucederle fuese o no de sangre real no figuraba por ningún sitio. Perfectamente podría haber nombrado a su nieta, Carmen Martínez Bordiú, que se casó en 1971 con Alfonso de Borbón, aportando esa sangre real que le faltaba… y que no era necesaria.
Durante los últimos años de Franco y sobre todo desde el matrimonio de su nieta, la vida de Juan Carlos y Sofía debió resultar inquietante. Se sabe que Cristóbal Martínez Bordiú, padre de Carmencita, y tal vez su madre, Carmen Franco (aunque ésta creo que tenía claro que su padre haría lo que creyese mejor para España) anduvieron enredando con determinados próceres del Régimen para instaurar en el futuro trono a la nieta del dictador.
En este sentido escuché hace años un reportaje en Tele 5 (cuando Tele 5 aún era algo) que me impactó vivamente. Contaba que era verano, la familia de Franco estaba descansando en alguno de los palacios que frecuentaba y esa tarde estaban en aquella espléndida terraza Franco (ya muy mayor, silencioso) su nieta Carmencita con el Duque de Cádiz, Juan Carlos con Sofía, el doctor Martínez Bordiú y algunos invitados más.
Juan Carlos había sido nombrado príncipe en 1969, con esa cadencia que Franco iba imprimiendo a sus pasos. Pero el padre de Carmencita, en plena campaña de promoción de su hija al trono, en menoscabo de Juan Carlos, aleccionaba al camarero sobre cómo servir las copas: “Al príncipe póngale un Whisky”, decía dirigiéndose a su yerno. “Pregunte al príncipe qué desea” volviendo a dirigirse a Alfonso.
Hasta que Franco, que no había dicho ni palabra, habló directamente al camarero, con su vocecilla atiplada. “El Duque ya está atendido; vea lo que desea el Príncipe”. Y ahí se terminaron las escaramuzas.
Su perfil bajo, la tensión de la agonía y muerte de Franco, las circunstancias históricas en las que España se movía, hicieron del
nombramiento de Juan Carlos I un apéndice continuista del régimen mismo, apenas dos días después de aquella muerte. Resuenan todavía en mi cabeza las palabras de Alejandro Rodríguez de Valcárcel, presidente de las Cortes, con aquel tono dramático y tremendo, tras hacer jurar a Juan Carlos lealtad a las leyes franquistas : “Si así lo hiciereis que Dios os lo premie y si no, que os lo demande”.
La historia cuenta que el tránsito de la dictadura a la democracia se hizo “de la ley a la ley”, de la mano de aquel gran estratega que fue Torcuato Fernández Miranda. Por lo que nada hubo que demandar al nuevo rey. Es evidente que tenía ya decidido ser un monarca constitucional, renunciando a sus poderes absolutos. Y así puso en marcha la transición, una etapa gloriosa de nuestra historia, escogiendo a las personas adecuadas en cada momento (Adolfo Suárez…¡que era Secretario General del Movimiento!) y pilotando desde su influencia los pasos que se fueron dando hasta desembocar en la Constitución de 1978, la del consenso.
Yo no era franquista (soy más franquista ahora, con el paso de los años) El aperturismo de Suárez colmó mis expectativas políticas. Y cuando aquel 22 de febrero, los traidores buscaron enredarle en sus turbios manejos, con las pistolas por delante, él rompió definitivamente el cascarón y voló alto…alto…para convertirse en mi rey.
Su reinado ha sido largo y fructífero. Curiosamente, el comienzo de nuestra decadencia, que puede datarse en la primera década del siglo XXI, coincide con la deriva de Juan Carlos I por una senda hedonista y adúltera. Su relación con Corinna, que se inicia en 2004 y culmina en el episodio del elefante de Botswana, en 2012, donde se nos muestra ya a un personaje en vías de auto destrucción. La salida de Zarzuela de Sabino Fernández Campo, su mejor asesor y hombre de acrisolada integridad tuvo lugar en 2009, cuando el Rey caminaba ya por la senda de su perdición. Abdica el trono en 2014 y se exilia seis años después. Una desgracia.
Que, como todas, no vino sola. Su yerno Iñaki Urdangarín fue procesado y encarcelado. Y su hija Cristina perdió su condición de miembro de la familia real española, una decisión de su hermano Felipe al poco de acceder al trono. El viejo rey sólo conoce sinsabores... endulzados por alguna dádiva saudí de cien millones, que Rey de España y mandatarios árabes siempre se llevaron divinamente. En realidad Juan Carlos I se llevó bien con todo el mundo, fue un tipo cordial y prestigiado en el mundo entero, aunque con el lunar, bastante oscuro, de su vida conyugal.
Parece que Felipe VI ha heredado más la rectitud de su madre que el desbraguetamiento de su padre. Eso es bueno, sin duda. Pero se obsesiona por la ejemplaridad, es duro con una parte de su familia, y tiene ese complejo de tener que ganarse el trono cada día. En esta decadencia de España han aflorado los enemigos de la monarquía, como las setas en el otoño o los gusanos en los cadáveres (a elegir) y Felipe VI parecía más atento a ellos, a intentar apaciguarlos, que a ser él mismo. Hasta Paiporta.
Paiporta ha sido el 23F de Felipe VI. Mientras Sánchez se escondía aterrorizado, el rey y la reina salvaron a la vez la dignidad de la corona y la de todos los españoles, capaces de verse fielmente reflejados en ellos. Paiporta ha hecho volar a Felipe alto…alto…como su padre en aquel lejano golpe de estado.
Así que ya es él mismo. Reconocido, admirado, recibido, deseado. Y por ello ya puede, y debe, acoger a su anciano padre en España, darle una vida tranquila el poco tiempo que le queda y despreciar, sin titubeo, a quienes desean que muera lejos, proscrito y perseguido. Porque Juan Carlos I es nuestro rey, el rey de mi generación, y no podemos consentir que muera en el exilio. A Felipe VI le pedimos, le exigimos que lo traiga. Y, como Rodríguez de Valcárcel a su padre, nosotros, monárquicos juancarlistas, proclamamos sin titubeo: “Si así lo hiciereis, que Dios os lo premie, y si no, que os lo demande”