El lusitano Borges
“Ahí está Buenos Aires; el tiempo de los hombres trae el amor o el oro/ a mí apenas me deja esta rosa apagada/ esta vana madeja de calles que repiten los pretéritos nombres…” anotaba Borges en su poema “La noche cíclica”, escrito en 1940, y en ese verso advertimos a un poeta que ha empezado a olvidar, a vivir en una ciudad que ya no le pertenece, esa vieja urbe donde las hojas conversaban en los patios, con mercados viejos donde merodeaban abigeos y cuchilleros, gente peligrosa que arreaba reses al amanecer, a las fronteras de Brasil y Uruguay.
Jorge Francisco Isidoro Luis Borges había nacido el 24 de agosto de 1899 al seno de una familia patricia de Buenos Aires. Los Borges provenían de Portugal; su bisabuelo Francisco Borges, se había desempeñado como Teniente de la Marina Real Portuguesa. Este Borges contrajo nupcias con María del Carmen Lafinur, de ilustre familia argentina, descendiente de Hernando Arias de Saavedra, el primer gobernador criollo del Río de la Plata, responsable de la introducción del ganado vacuno a este país. Algunos genealogistas relacionan a los Borges con el Rey Alfonso X El Sabio. En la criba de quienes van hasta la raíz de la raíz en asuntos genealógicos, Borges está emparentado también con Don Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador.
Los primeros años del poeta transcurrieron en la escuela pública de la Calle Thames, en Palermo, donde recibió, al lado de muchísimos hijos de inmigrantes, los beneficios de la ley 1420 del presidente Domingo Faustino Sarmiento, quien abrió con ella la puerta de Argentina a Europa y el mundo, permitió la llegada de numerosas profesoras de inglés y dio la bienvenida a los “gorriones” de ultramar. Alguna vez admitió en una entrevista: “Podría decir como Bernard Shaw: mi educación fue interrumpida por mi formación escolar…” Aborreció esos patios y aquellos recreos escolares, y apreció en suma las conversaciones con su abuela, quien le hablaba en inglés y le ponderaba las virtudes curativas del tilo y las gomas de tragacanto. Muchos años más tarde, cuando era ya un poeta famoso y visitó Londres en compañía de María Esther Vásquez, fueron hasta el Palacio de Buckingham a la hora del cambio de guardia; Borges escuchó de pronto un himno aprendido en la escuela, el mismo que dedicaban al General San Martín. Era “La Marcha de San Lorenzo”. María Esther Vásquez recordó cómo el poeta gritó frente a la guardia esos primeros versos que jamás olvidó.
Las huellas de Borges, fallecido hace 39 años, están hoy por el mundo. En India, junto al altar de Rabindranath Tagore, quien cantó a la luna llena en su “Gitanjali”; en New Haven, Connecticut, en el campus de la Facultad de Letras de la Universidad de Yale, donde se editaron sus conferencias magistrales, o en la entrada de La Alhambra, en Granada, donde su voz, desde la roca hendida por el buril, saluda al caminante: “Grata la voz del agua/ a quien abrumaron negras arenas/ grato a la mano cóncava el mármol circular de la columna/ gratos los finos laberintos del agua entre los limoneros/ grata la música del zéjel/ grato el amor y grata la plegaria/ dirigida a un Dios que está solo/ grato el jazmín…
En solo un verso, describió a Boabdil, el último moro, y a esa arquitectura de mármol y lapislázuli que canta en las bóvedas de los palacios nazaríes, al agua del río Lanjarón que sube desde Granada, para discurrir fría y menudita entre los senderos de los Jardines del Generalife, la apoteosis de Alá en los califatos de Al Andaluz, el perfume cítrico del aire, y la flor que es igual al perfume que la nombra, porque es palabra mora: jazmín.
A Borges le debemos la poesía en su estado puro, la sapiencia, la devoción por la Enciclopedia Británica, el Inglés de acentos victorianos, la estructura del cuento como una lección recién nacida para la literatura, Felisberto Hernández, Bioy Casares, Victoria y Silvina Ocampo, Ramón Gómez de la Serna, Leopoldo Marechal, los mejores versos de Shelley, Keats, Fizgerald, Swinburne y T.S. Elliot, la matemática astral, la revista Proa, el ajedrez de los macedonios, el hombre que fue jueves, el Aleph, el oro de los tigres, Zola, Flaubert, Stevenson, Schonpehauer, y vagos de cuadra como Jacinto Chiclana, a quien dedicó una milonga: “Alto lo veo y cabal/con el alma comedida/capaz de no alzar la voz / y de jugarse la vida…”
Hoy, treinta y nueve años después, calan a su recuerdo sus propias palabras: “Fuiste el fuego, en la pánica memoria; no eres hoy la ceniza. Eres la gloria…”