Un gallego en la galaxia

La destrucción o el amor

Éste es el título inolvidable de una de las obras maestras de Vicente Aleixandre. Aunque escrita y publicada en la primera mitad de la década de los años 30, en pleno fervor de la Segunda República, esas palabras resultaron ser más bien premonitorias en referencia al desastre nacional que se avecinaba. El título representa una ambigüedad y dicotomía. Por un lado, todos entendemos que donde hay destrucción no hay amor y viceversa. Estamos hablando, claro está, de la destrucción que implica sufrimiento y violencia, como la de la Guerra Civil. Por otro, en nuestro idioma la ‘o’ puede significar tanto una disyuntiva como una identidad. Aunque a primera vista nos resultase un tanto difícil equiparar la destrucción y el amor, estoy seguro de que una mirada retrospectiva al historial de nuestras relaciones confirmaría la validez de esa ecuación. ¿Pues cuántas veces no naufragó la carabela entusiasta del amor en las profundidades de la desesperación? ¿Y cuántas, después de una gestación prometedora, la unión redentora y luminosa del amor no acabó dando a luz a engendros oscuros, fatídicos y siniestros? 

Etimológicamente la palabra ‘amor’ estaría compuesta de ‘a’, que significa ‘no’, y ‘mor’, que significa ‘muerte’, por lo que en el núcleo del amor estaría la negación de la muerte. Esta negación la recoge Freud en su distinción entre las pulsiones psicológicas de Eros y Tánatos. Según este diagnóstico vienés, la integridad de la psique humana padecería de una pugna perpetua entre estas dos deidades encontradas, con Eros, hijo de Afrodita, como principio de vida, y Tánatos, hijo de la noche y hermano gemelo del sueño, despachando gentil o violentamente a los mortales. En la mitología griega, o al menos en Platón (véase el Mito de Er en La república), la muerte era el descenso del alma al dominio subterráneo de las sombras, del que pasado un tiempo y después que las parcas le dieran a elegir su nueva vida, sellando a continuación su destino, volvería a nacer. Aunque, debido a la larga travesía de una inhóspita llanura, el alma en cuestión habría saciado su sed bebiendo del río del olvido y no se acordaba de nada, la lección platónica era que sin un entendimiento profundo de la vida y de nosotros mismos lo más probable es que cuando llegase la hora de elegir el guion de nuestra reencarnación nos dejásemos seducir por falsos supuestos de felicidad, seguridad y grandeza. 

Evidentemente, después de milenios de reciclaje anímico, la humanidad sigue careciendo de la sabiduría necesaria para evitar el destino anunciado de los engendros y los náufragos. Ya elijamos nuestra vida en el tramo final de la travesía del averno o nos condicionen nuestras circunstancias natales, la evidencia demuestra que, por muy sofisticados que fueren nuestro saber e intelecto, acabamos repitiendo los mismos patrones de ignorancia, división y conflicto per saecula saeculorum. Nuestro amor sigue centrándose en una identidad tribal y partidista, con sus apegos, atributos e idearios separatistas. El núcleo de nuestra identidad es la identificación con una tradición, con una herencia étnica, ideológica y cultural en cuyo seno creemos consolidar la esencia de nuestro propio ser. En consecuencia, la identidad adquiere un valor supremo por el que debemos estar dispuestos a sacrificarlo todo y en cuyo despliegue de violencia la muerte se convierte en un instrumento de supervivencia de la estructura identitaria que centra al individuo y aglutina a la colectividad. 

La ironía es que la identidad, como identificación con el pasado, está esencialmente muerta. De ahí que los sabios proclamen su defunción y recomienden su entierro, pues su persistencia nos condena al desamor y la guerra. Al disolver las identidades que nos separan, al dejar de ser el instrumento de los designios siniestros del yo que dan lugar al amplio panorama de destrucción y sufrimiento, la muerte ya no está reñida con el amor, sino que está en su misma fuente. En la disolución del conflicto hay amor y, según los romanos, amor vincit omnia.