Deseos para un país cansado de trincheras
Vivimos en una democracia. Y en democracia —esa criatura torpe y luminosa que a veces parece un pez aprendiendo a respirar fuera del agua— lo que debe contar es la voluntad de la mayoría. Una mayoría que no piensa en derechas o izquierdas mientras hace cola en el supermercado o acompaña a un abuelo al centro de salud. La vida real no entiende de bloques ideológicos: entiende de necesidades humanas, de esas que caben en un suspiro.
La mayoría social de este país se mueve por deseos sencillos y profundos: una sanidad que no tiemble, una educación que abra ventanas, una economía que no convierta cada mes en una prueba de resistencia. Y, por supuesto, la tranquilidad de saber que la nevera no se quedará muda antes de tiempo.
Sin embargo, demasiadas veces el debate político se aleja de estas urgencias y vuelve a encender viejas hogueras. Se reabren heridas de hace casi un siglo, se invocan exilios, muertos, cunetas, crímenes del franquismo… pero a menudo desde una mirada parcial, como quien pretende describir el mar mirando solo una ola.
La realidad es más compleja, más humana y menos épica. La mayoría de los españoles descendemos de quienes no se exiliaron: algunos estuvieron en el bando vencedor, otros simplemente sobrevivieron como pudieron, sin consignas, sin banderas, con el miedo metido en los bolsillos. Y es cierto que la mayor parte de los asesinatos de la Guerra Civil ocurrieron en los primeros meses, antes de que Franco asumiera el mando. Atribuirle en exclusiva toda la responsabilidad es borrar la implicación de otros actores que también alimentaron aquella tragedia colectiva.
Se habla de muertos en cunetas, pero no todos fueron enterrados literalmente en ellas, y aún hoy carecemos de un estudio riguroso que determine cuántos cuerpos quedan por localizar. La memoria histórica, si quiere ser útil, debe apoyarse en hechos contrastados, no en relatos simplificados que solo sirven para levantar nuevas trincheras donde ya no quedan soldados.
España necesita mirar al pasado con respeto, sí, pero también con serenidad. No para dividirnos, sino para comprendernos. No para reescribir la historia, sino para aprender de ella. Y, sobre todo, para volver a lo que realmente importa a la mayoría: la sanidad, la educación, la vivienda, la economía, la mesa puesta y la dignidad de nuestras familias.
Porque la democracia no se construye mirando permanentemente hacia atrás, sino avanzando juntos hacia adelante. Avanzar es escuchar a la mayoría social, no a los discursos que buscan enfrentarnos. Avanzar es poner por delante la vida cotidiana de la gente. Avanzar es gobernar para todos.
Y mientras el calendario se prepara para dar la vuelta, yo solo deseo —con la humildad de quien aún cree en los milagros pequeños— que el próximo año nos encuentre menos atrincherados y un poco más dispuestos a nadar en aguas tranquilas.
Feliz año nuevo.