Democracia, no caos
El presidente Gustavo Petro, en Colombia, está en la encrucijada. Mientras recrudece la violencia y aumenta el desgobierno, temen sus opositores, un salto al vacío.
Colombia enfrenta un momento decisivo. La polarización crece, el vocabulario político se envenena, y las instituciones —ya golpeadas— corren el riesgo de ser debilitadas por cálculos de corto plazo. Ante este escenario, resulta imprescindible defender con firmeza los principios democráticos, moderar el lenguaje y recordar que no hay transformación social legítima que pase por encima de la Constitución.
El reciente decreto del presidente Gustavo Petro, que convoca una consulta popular sobre asuntos laborales sin el debido trámite ante la Corte Constitucional, el Consejo de Estados ni la Registraduria, ha encendido las alarmas. Más allá de la discusión técnica, lo preocupante es el método: gobernar por decreto en temas estructurales y empujar reformas por fuera del cauce institucional erosiona la confianza y tensa innecesariamente el ambiente político.
Las marchas del pasado domingo, organizadas por sectores que no apoyan las reformas, fueron una muestra del malestar creciente. El “Silencio” al que apelaron muchos ciudadanos no es una negación del diálogo, sino un llamado a la sensatez. A que se escuchen todas las voces, no solo las que aplauden al Gobierno. Porque en la democracia no se trata de imponer visiones únicas, sino de construir consensos posibles.
En medio del ruido, la propuesta de una Constituyente sin pasar por el Congreso —como ha sugerido el nuevo ministro de Justicia, Eduardo Montealegre— solo agrava el panorama. Alegar que las instituciones son obstáculos para el cambio es una peligrosa forma de justificar el autoritarismo. El Estado de derecho se sostiene precisamente en la separación de poderes y en el respeto a los procedimientos. Sin eso, no hay garantías para nadie.
Colombia necesita menos épica callejera y más política seria. Menos arengas incendiarias y más voluntad de acuerdos. No se puede seguir dividiendo el país entre "enemigos del pueblo" y "salvadores de la patria". Esa narrativa de confrontación permanente solo conduce al deterioro democrático. Ya lo estamos viendo: atentados, amenazas, territorios tomados por el crimen, y una ciudadanía cansada de promesas rotas y peleas interminables.
Hay que recobrar el respeto por las instituciones, por el adversario político y por la ley. No es Petro o el caos. Es democracia o deterioro institucional. Y en esa elección, todos —gobierno, oposición y ciudadanía— tenemos responsabilidad. El futuro no puede construirse con discursos de trinchera. Colombia merece un debate con altura, una política sin venganzas, una justicia que no se use como ariete. Merece un juego limpio. Y sobre todo, merece paz.