Cuando fuimos peces

Alcalá de Henares, verano de 1996. Bajo el sol abrasador, una pala mecánica se detuvo en seco. El operador, hombre curtido por años de obra y polvo, bajó de la cabina con gesto desconcertado. Frente a él, emergía una estructura que había permanecido enterrada durante más de mil años.

—¿Y esto, de cuándo es? —me preguntó, rascándose la cabeza.

Le respondí con la serenidad que da el oficio de desenterrar siglos:

—Del siglo VIII antes de Jesucristo.

Su rostro se transformó. Frunció el ceño, como quien intenta encajar piezas sueltas de un rompecabezas que desafía la lógica cotidiana. Y entonces, con una mezcla de asombro y convicción, soltó:

—¡Imposible! Entonces todavía no había nacido Dios... ¡y éramos todos peces!

Durante un instante dudé entre reír, explicarle la evolución biológica o rendirme ante la maravilla de su razonamiento. Porque en esa frase, tan insólita como espontánea, se escondía algo más que ignorancia: una forma de asombro genuino, libre de tecnicismos, que pocas veces se encuentra en los libros de historia.

La arqueología suele asociarse a pinceles, bisturís y dataciones por carbono. Pero también se revela en frases como esta, que destilan una curiosidad pura por el pasado. Frases que, aunque absurdas, iluminan el pensamiento.

Recordé entonces a Ramón Gómez de la Serna y sus greguerías, esas sentencias breves que mezclan poesía y lógica surrealista:

Quizá el palista nunca leyó a Ramón, pero lo intuía. Intuía que el pasado no es solo una cronología, sino una emoción. Que la historia no siempre se entiende, pero se siente. Que hay algo profundamente humano en mirar una piedra antigua y preguntarse por el origen de todo.

Ese día no solo desenterramos una estructura. Desenterramos una forma de mirar el mundo. Y entendí que, en el fondo, todos somos arqueólogos de nuestras propias preguntas. Que bajo cada capa de tierra, hay una frase esperando ser dicha. Aunque sea para recordarnos que, alguna vez, fuimos peces.