Fabricando el mundo

La creatividad también se fabrica

En una de sus charlas más brillantes, el actor y guionista John Cleese explica que la creatividad no es una habilidad reservada a unos pocos genios, sino una forma de pensar que cualquiera puede aprender. Lo dice con el humor y la lucidez que siempre lo caracterizan: ser creativo no es cuestión de talento, sino de tiempo y espacio.

Según Cleese, hay dos modos de estar en el mundo: el modo cerrado y el modo abierto.
En el modo cerrado estamos resolviendo, ejecutando, tachando cosas de una lista. Es el modo de la urgencia, de la productividad. Pero la creatividad —dice— no surge ahí. Para que aparezca, necesitamos el modo abierto: un tiempo sin presión, un espacio donde la mente pueda jugar, probar, conectar ideas sin miedo a equivocarse.

Esa idea, tan simple, explica mucho de lo que pasa hoy. Vivimos en una cultura que nos empuja a estar siempre en modo cerrado: producir, entregar, publicar, responder. Todo rápido, todo optimizado. Pero la creatividad no entiende de cronómetros. Necesita aire. Necesita ocio. Necesita el permiso de no saber.

Y aquí es donde la fabricación digital tiene algo hermoso que aportar.

Un Fab Lab o un espacio de creación digital no es solo un taller lleno de máquinas. Es, en esencia, un entorno de modo abierto. Un lugar donde puedes experimentar sin consecuencias graves. Donde una idea absurda puede transformarse en algo genial. Donde el fallo no es un error, sino un paso.

Fabricar algo —una lámpara, una herramienta, un juguete, un prototipo— es una forma de pensar con las manos. Y ese proceso es profundamente creativo. No solo porque te obliga a imaginar, sino porque te enseña a tolerar la incertidumbre. A mantenerte en el modo abierto mientras pruebas, fallas, corriges, mejoras.

La fabricación digital tiene una cualidad mágica: acorta la distancia entre la idea y la materia. Y eso nos permite ejercitar la creatividad de forma tangible. Puedes diseñar algo hoy, imprimirlo mañana y mejorarlo pasado. Ese ciclo rápido de prototipado entrena la mente creativa igual que un músico entrena el oído.

Pero hay un peligro: que también traslademos al taller la prisa del mundo digital. Que usemos las máquinas solo para ejecutar, para producir sin pensar. Y entonces perdemos lo mejor: ese momento de curiosidad, de juego, de descubrimiento que Cleese reivindica como el corazón de la creatividad.

La tecnología nos da poder, sí, pero la creatividad nos da sentido. Y una no sirve sin la otra.

Por eso, quienes trabajamos en la fabricación digital tenemos una responsabilidad: mantener vivos los espacios y los tiempos donde se puede experimentar sin miedo, sin propósito inmediato. Donde un experimento fallido puede ser el inicio de una gran idea. Donde la gente pueda detenerse, mirar, conectar.

Porque fabricar objetos no es solo un acto técnico: es un acto de imaginación.
Y si la creatividad —como dice John Cleese— necesita tiempo y libertad, un taller abierto, lleno de herramientas y personas curiosas, es probablemente su mejor refugio.