Colombia: el salario mínimo en clave electoral
El aumento cercano al 23 % del salario mínimo decretado por el presidente Gustavo Petro para 2026 llega en un momento clave: cuando el país real intenta sobrevivir al costo de la vida y el país político comienza a moverse en lógica electoral. La decisión, presentada como un acto de justicia social, mejora de inmediato el ingreso de millones de trabajadores, pero también abre un debate profundo sobre su impacto económico, su sostenibilidad fiscal y el tipo de discusión que hoy evita la campaña presidencial.
Más que una medida laboral, el salario mínimo se ha convertido en un símbolo. Para unos, representa dignidad y reparación histórica; para otros, una apuesta arriesgada en una economía frágil. Entre ambas lecturas se instala una pregunta incómoda: ¿quién paga el costo de una generosidad social que coincide con el calendario electoral?
Desde la perspectiva de millones de trabajadores formales, el incremento representa un respiro tangible. El ingreso mensual, incluido el auxilio de transporte, se aproxima a los dos millones de pesos, una cifra que mejora la capacidad de compra y reduce —al menos en el corto plazo— la pobreza monetaria. En un país donde trabajar no siempre ha sido suficiente para vivir con dignidad, el mensaje tiene una carga simbólica poderosa: el salario como herramienta de justicia social.
Ese mensaje no es casual. Petro ha construido buena parte de su narrativa política alrededor de la reivindicación del trabajo y de una crítica frontal a un modelo económico que, según su visión, relegó durante décadas a los asalariados. El aumento del salario mínimo refuerza esa identidad política y conecta con una base social que se siente históricamente postergada. En términos estrictamente políticos, la medida es eficaz: pone al Gobierno del lado de quienes viven del salario.
Sin embargo, el decreto también expone las tensiones estructurales de la economía colombiana. El aumento se dio sin consenso en la mesa de concertación y supera ampliamente la inflación proyectada y el crecimiento de la productividad. Para las empresas —especialmente pequeñas y medianas— implica un incremento significativo de los costos laborales, que no siempre puede absorberse sin consecuencias. El riesgo de traslado a precios, menor contratación o mayor informalidad no es teórico: forma parte de la experiencia cotidiana de una economía donde más de la mitad de los trabajadores ya está por fuera de la formalidad.
A nivel macroeconómico, la discusión es aún más delicada. Un salario mínimo más alto impacta no solo a los empleadores, sino también al Estado. Muchas obligaciones públicas están indexadas al salario mínimo: aportes, prestaciones, transferencias y algunos rubros del gasto social. En un contexto de estrechez fiscal, déficit persistente y advertencias sobre la sostenibilidad de las finanzas públicas, la pregunta es inevitable: ¿hasta dónde puede el Estado asumir el costo de incrementos salariales ambiciosos sin comprometer su estabilidad?
Aquí emerge una contradicción que atraviesa el debate. Para una parte del país, el Gobierno se muestra generoso con los trabajadores; para otra, resulta imprudente —cuando no derrochador— con los recursos públicos. Ambas lecturas contienen elementos de verdad. El aumento mejora ingresos y tiene un efecto social inmediato, también eleva compromisos fiscales en una economía que no ha resuelto sus problemas de productividad ni su base tributaria.
El debate se vuelve aún más complejo al observar el escenario político. Mientras el salario mínimo se convierte en uno de los temas más sensibles para el país real —el de quienes hacen cuentas a fin de mes—, buena parte de los aspirantes presidenciales parece transitar por otra vía. La campaña avanza entre sonrisas, frases de autoayuda y promesas cuidadosamente ambiguas, mientras los temas estructurales quedan relegados. Se habla de “la gente”, pero poco se discute sobre informalidad, productividad, sostenibilidad fiscal o modelo económico.
La ironía es evidente: todos buscan seducir al votante, pero pocos se atreven a plantear el costo real de sus propuestas. El país político parece cómodo en la superficie; el país real sigue enfrentando dilemas profundos. En ese vacío de diálogo, el salario mínimo termina funcionando como un símbolo que concentra frustraciones, expectativas y disputas ideológicas.
La experiencia internacional ofrece pistas útiles. Países que han logrado salarios más altos y sostenibles lo han hecho apoyados en economías productivas, diálogo social sólido y Estados capaces de acompañar a las empresas más pequeñas. Donde el salario se eleva sin esas bases, el resultado suele ser un alivio momentáneo, seguido de tensiones fiscales y laborales. El salario digno no nace solo del decreto: es el reflejo de una estructura económica que lo soporta.
El aumento del salario mínimo para 2026 deja, así, un balance ambivalente. Es una medida socialmente comprensible y políticamente rentable, pero económicamente exigente. Beneficia a millones hoy, pero plantea riesgos que no pueden ignorarse mañana. Más que un punto de llegada es un espejo de las contradicciones del país.
En vísperas de campaña, la discusión debería ir más allá del aplauso o la condena. La pregunta de fondo no es solo si el salario debía subir —probablemente sí—, sino si Colombia está construyendo las condiciones para que ese aumento sea sostenible sin sacrificar empleo, formalidad y estabilidad fiscal. Resolver esa tensión exige algo que hoy escasea en el debate público: menos gestos y más conversación seria entre el país político y el país real. Ese debería ser un propósito en los meses que quedan del gobierno de Gustavo Petro. Comentarios y opiniones al correo jorsanvar@yahoo.com