Colombia en llamas: la política como combustible
En Colombia la coyuntura electoral no es un chispero: es una hoguera que arde sin piedad. Difícil saber si alguien quiere apagarla o si, por el contrario, todos compiten por echarle más gasolina. El país parece un circo romano donde los gladiadores de la política no luchan por el bienestar común, sino por el espectáculo, mientras el público —hastiado pero morboso— sigue aplaudiendo el show.
El gobierno de Gustavo Petro, que se vendió como la gran ruptura, se va quedando sin magia ni trucos nuevos. Muchas promesas audaces; pocos resultados visibles. A menos de un año para que empiece el conteo de su salida final, la sensación es que los discursos se agotaron antes que las expectativas. Y, aun así, algunos de sus más entusiastas alfiles insinuaron, sin pudor, un “quédese ahí”, como si la silla presidencial fuera una mecedora en la que el interesado se acomoda hasta que lo despierta la historia. El tiempo y la realidad, no están para delirios: faltan 352 días y la cuenta regresiva suena más fuerte que las arengas.
Pero mientras Petro ensaya una épica tardía, al otro lado ya se escucha el rugido de los aspirantes. Noventa y un colombianos —sí, 91— han decidido que son la salvación de la patria. ¡Qué generosidad! Nunca la democracia había estado tan nutrida… ni tan escuálida. Porque no se trata de cantidad, sino de calidad. La Constitución sigue siendo la “ley de leyes”, aunque parezca un panfleto arrugado que nadie lee y pocos respetan, ni la clase dirigente que la pisotea, ni la ciudadanía que la olvida entre memes y música tropical.
¿Y cómo exigir respeto por la norma si no hay educación ni madurez política? El ciudadano de a pie, ocupado en sobrevivir, deja la política en manos de los mismos de siempre, que lo prefieren callado: así manejan recursos, contratos, nóminas y leyes como si fueran una piñata en fiesta privada. El resultado está a la vista: un país que no despega porque la corrupción lo tiene amarrado y las mafias lo gobiernan en la sombra.
La percepción de inseguridad crece como hiedra. El narcotráfico sigue siendo el verdadero ministerio de Hacienda: 16 enclaves de producción de cocaína y 250.000 hectáreas de coca no son cifras, son el mapa del poder real. Y, sin embargo, ningún candidato serio pone este tema en el centro de la discusión. Hablan de cambio, de futuro, de inclusión, pero callan cuando se trata de desmontar el negocio que financia la guerra, la corrupción y la política misma.
Mientras tanto, el tablero político parece un álbum de estampitas repetidas. A la izquierda, un Petro que se va por la puerta grande del verbo inflamado y el delirio tuitero. A la derecha, el expresidente Álvaro Uribe que aún juega a ser el titiritero mayor, aunque sus hilos estén gastados por los líos judiciales. Y en la galería, Ernesto Samper, César Gaviria, Andrés Pastrana, Iván Duque y compañía, opinando desde la comodidad de sus clubes y aposentos, como fantasmas del siglo XX que se resisten a la extinción.
El ciudadano, en medio de tanto ruido, ya no sabe a quién creerle. Petro grita que todo va bien, aunque la economía se tambalee, la deuda externa crezca y la paz sea un espejismo que se disuelve entre atentados y comunicados. Del otro lado, su rival más feroz ofrece redenciones adornadas con pirotecnia verbal, pero arrastra un lastre que ni con cien discursos podrá borrar. Y en la mitad, el país: ese espectador cansado que, entre ironía y desesperanza, termina apostando por el “mal menor”, como si la democracia fuera un casino.
La tragedia, con todo, no es inevitable. Si los candidatos que hoy calientan motores quieren hablar en serio, deben dejar de vender humo y empezar por lo esencial: ¿qué harán con el narcotráfico? ¿Cómo van a rescatar los territorios que son repúblicas independientes del crimen? ¿Cuál es el plan para que la política vuelva a ser un proyecto de nación y no un negocio?
Porque, se debe ser claro: sin resolver ese cáncer del narcotráfico, todas las tareas pendientes —pobreza, desigualdad, educación, empleo— será discurso hueco. Sin fondo. Y mientras tanto, la hoguera seguirá encendida, devorando la esperanza.
El Titanic criollo, rebautizado “Locombia”, sigue tocando música de cualquier género, mientras el agua entra por la borda. Algunos dicen que se saldrá adelante porque “de peores hemos salido”. Tal vez. Pero no hay salvavidas para la indolencia ni para el cinismo. O se apaga el fuego con propuestas reales, o en 2026 Colombia estará otra vez eligiendo al próximo bombero pirómano. jorsanvar@yahoo.com