Colombia: educado para la trampa
Cada vez que estalla un nuevo escándalo en Colombia, la pregunta se repite: ¿para qué sirve la educación? ¿Qué ciudadanos se formaron ayer para que hoy todo esté descuadernado? Si algo llama la atención es la cosecha de profesionales con diploma, mientras el país arde en indignación con nombres como el del personaje que infiltró secuaces en la DIAN para orquestar una red de contrabando millonaria; o los que en campañas políticas suman coimas en lugar de ideas; o los que, con toga y crucifijo en el escritorio, subastan sentencias al mejor postor
Y no olvidemos a los hijos de presidentes, que tampoco se quedan atrás: descubren que tener el apellido de privilegio, abre puertas… y cuentas bancarias. Alcaldes y gobernadores —con honrosas excepciones— hacen de sus campañas un festín de contratos, blindados por la misma estructura institucional. Entran con ruana y camisa rota, y salen con abrigo y casas finca. Todo esto huele mal, desde la base hasta la cúspide. Así que cuando alguien dice que la educación es la solución, conviene preguntar: ¿qué clase de educación se está dando?
Porque el desastre no empezó en el Congreso ni en los carteles de la droga. Empezó en la escuela: ese lugar que debía ser laboratorio de pensamiento crítico se volvió fábrica de futuros delincuentes, cuando no de cínicos profesionales en trampas. Schopenhauer lo advirtió: el conocimiento verdadero no nace de memorizar lecciones, sino de la introspección y el contacto con la vida. Nietzsche fue más duro: la educación debe forjar espíritus fuertes, no mentes blandas. En Colombia se ha hecho lo contrario: se dejó de formar niños con criterio y los convirtieron en adultos que repiten sin pensar.
Así se contempla ahora una sociedad que se derrumba, incapaz de construir un país alegre, responsable y respetuoso. Las preguntas que antes se hacía al soñar —¿qué hay más allá del cielo?, ¿quién soy yo? — se redujeron a saber cómo pasar el ICFES, repetir los libros y, con suerte, graduarse. Todo por la nota, no por el conocimiento.
Es fácil culpar al sistema educativo. Más difícil es aceptar que los padres también cargan parte del peso: no nacen aprendidos, no siempre saben orientar, y los hijos, apenas cruzan la puerta, quedan expuestos a un mundo de influencias tóxicas.
Mientras tanto, los gobiernos administran parches. En Finlandia o Corea del Sur, la educación es tema de Estado: reclutan a los mejores maestros, les pagan bien, exigen excelencia, les dan libertad. Aquí se sigue discutiendo desde la precariedad cómo tapar huecos presupuestales mientras el aula se cae a pedazos, literal y metafóricamente.
Las cifras inflan el pecho: cobertura universitaria del 55,4% en 2023, la más alta en diez años; y la meta es del 62% para 2026. ¡Hurra! Pero ¿de qué sirve la cobertura si los que alardean son abogados que sobornan, ingenieros que inflan contratos, economistas que lavan dinero? Porque, según las estadísticas, la mayoría de los corruptos son egresados de las “mejores” universidades.
El problema no es cobertura, es de calidad. Y calidad significa formar ciudadanos que piensen, que dialoguen, que resuelvan conflictos sin violencia. Hoy, el 23% de los estudiantes sufre acoso escolar. Si en las aulas no se aprende a tramitar diferencias, ¿dónde hacerlo? No basta con clases de “reconciliación”: se necesitan escuelas donde se discuta, se escuche y se viva el conocimiento desde el debate sano y la contradicción.
Pero la educación se perdió entre planillas, la burocracia y la preparación insuficiente. Se volvió un check list. Y cuando aparece en campaña, es para pronunciar un discurso hueco. Ninguno de los 102 aspirantes presidenciales para 2026-2030 propone acciones como prioridad real. El presidente actual, tampoco. Ni los anteriores. Prefieren hablar de seguridad, como si la violencia brotara del aire y no de la pobreza intelectual y emocional sembrada desde la infancia.
¿Se quiere menos homicidios, menos bandas, menos sobornos? Conviene dejar de mirar el fusil y mirar más la pizarra y los computadores. Mientras la educación no sea pilar, Colombia seguirá siendo un país con títulos, pero sin ética; con diplomas, pero sin criterio; con universidades, pero sin ciudadanos. Y la pregunta regresa: ¿para qué sirve la educación? Conviene mirarse en el espejo del país que es Colombia hoy. Ahí está la respuesta. Opiniones a jorsanvar@yahoo.com