Fronteras desdibujadas

Collares, marcas y fronteras desdibujadas

En Hawái nos han entregado semillas de kukui para hacer collares. A simple vista son hermosas, lisas, oscuras, casi idénticas entre sí. Nos explican que, en épocas tribales, estos collares no eran simples adornos: se utilizaban como signos visibles de jerarquía social. Indicaban linaje, rango y cercanía al poder. No todos podían llevar los mismos collares ni del mismo modo. El cuerpo se convertía así en un territorio legible, un espacio donde la sociedad escribía quién mandaba y quién debía obedecer.


El kukui —árbol sagrado en la cultura hawaiana, asociado a la luz, la protección y la sabiduría— servía también para ordenar la desigualdad. Y mientras escucho la explicación, no puedo evitar una inquietud persistente: incluso en culturas profundamente conectadas con la naturaleza, el ser humano ha sentido la necesidad de marcar, clasificar, separar, de establecer fronteras visibles entre unos y otros.

La semilla, que en esencia es promesa y origen, se convierte entonces en signo de poder.

Esta pulsión no es exclusiva de Hawái ni de los pueblos antiguos. Cambian los materiales, pero no el gesto. En la novela The Scarlet Letter de Nathaniel Hawthorne, la letra escarlata cosida en el pecho de Hester Prynne cumple la misma función que el collar jerárquico: hacer visible la diferencia, fijar una identidad impuesta, impedir la posibilidad del olvido social. La letra no solo castiga: define. Reduce a la persona a un signo.

La sociedad puritana necesitaba esa marca para preservar su orden moral. No bastaba la culpa íntima; hacía falta la exhibición pública.

Pienso también en Colombia, país donde viví durante años, y en su sistema de estratos sociales. Allí, la pertenencia a un número —del uno al seis— determina el costo de los servicios básicos, pero también modela las relaciones humanas, las expectativas, los prejuicios. No hay collares ni letras cosidas, pero hay cifras. Y las cifras, como las semillas o las letras, clasifican y separan, asignan un lugar antes de conocer a la persona.

En la India, el sistema de castas lleva esta lógica a un extremo aún más profundo. No se trata solo de economía, sino de un orden heredado, casi sagrado, que precede al individuo. La jerarquía se inscribe en el nacimiento mismo. El cuerpo vuelve a ser frontera. El destino, una categoría social.

Lo inquietante es el patrón que se repite: la necesidad humana de simplificar al otro, de convertirlo en marca, rango o símbolo visible. Collar, letra, número, casta. Formas distintas de una misma operación: trazar fronteras donde la vida es continua.

Y sin embargo, las semillas de kukui que ahora sostengo entre los dedos son todas iguales. Ninguna conserva memoria del rango que una vez representó. La semilla no sabe de jerarquías ni de poder. En su silencio hay una enseñanza profunda: la desigualdad no es natural; es una construcción humana.
Sin embargo, es importante reconocer que nuestro valor como seres humanos también radica en la diversidad de dones, en las distintas capacidades y en la necesidad de apoyarnos unos en otros, de complementarnos desde nuestras fortalezas y fragilidades. El problema no es la diferencia, sino cuando esta se convierte en frontera rígida, en sentencia, en exclusión.

Quizás por eso viajar —y escribir— consista en aprender a reconocer esas marcas sin aceptarlas como destino. Verlas como lo que son: límites culturales, históricos, impuestos. Fronteras que se dibujan para ordenar el mundo, pero que también pueden —y deben— desdibujarse.