Cañones, mantequilla, mandanga y fariña
Popularizó Paul Samuelson, hace una eternidad, el arbitraje entre cañones y mantequilla bajo restricción de escasez de bienes cuya producción no es gratuita: más mantequilla menos cañones. Y viceversa. No hay, en efecto, libre disponibilidad en la naturaleza de cañones y mantequilla, o, yendo por libre, todo tiene un precio (no free lunch). En realidad, dado el contexto político de la época, quería decir Samuelson, subliminalmente, que los soviéticos eran unos muertos de hambre pues al dedicar excesivo presupuesto al ejército y a la conquista espacial, en la que fueron arriscados pioneros, no les quedaban recursos disponibles para alimentar decentemente a la población. Los cítricos españoles, por ejemplo, les resultaban demasiado caros y recurrían a las cebollas de producción nacional para obtener vitamina C, de origen natural, imprescindible en aquellos inviernos casi sádicamente gélidos.
Ocurre que a expresiones consagradas hay que oponerles desconfianza retráctil, en evitación de quemarnos los dedos al acercarlos al fuego de la falacia. Un país bien puede importar toda la mantequilla y carne de buey que le dé la gana, sin necesidad de arbitrar, si se ha especializado en la exportación de cañones y los vende abundosamente. A más cañones más mantequilla. O importar cañones, submarinos y futbolistas si los paga exportando mantequilla, vino y azafrán que bien caro es. No obstante, es cierto que los arbitrajes se observan por doquier. Individualmente, hay que arbitrar entre salir de noche a tomar copas o preparar notarías. Por ello no soy notario. Políticamente, hay que arbitrar entre libertad y seguridad encontrando el equilibrio óptimo, si existe. Por ello soy anarquista que detesta el desorden.
Sucede que los terroristas profesionales de la OTAN europea, y sus colonias, subestimaron cosas tan elementales como las anteriores, se creyeron en el país de cucaña y endosaron a EEUU el coste de la guerra en Ucrania, y otras, hasta que llegó el Comandante y mandó parar. Así somos más pobres: más cañones, menos mantequilla y más cara, ahorrando hasta el último gramo en plan Marlon Brando en El último tango. En el caso de España, la tomadura de pelo al personal es doblemente sangrante. No digo que Rusia sea país hermano, pero ni deformando con las gafas del Dr. Cagliostro el panorama geopolítico a escala internacional podemos verlo como país enemigo. Si España tiene un enemigo operativo a término es Marruecos. También México, instrumental y declarativamente desde su presidencia (que se engalla ante España y recoge velas frente a Trump) por no habernos arrepentido y pedido perdón por la obra civilizadora llevada a cabo entre los salvajes aztecas, dichosos con sus cruentas ordalías de sacrificios humanos y esclavitud racista impuesta a los pueblos conquistados, castrados, aherrojados y desangrados. Unos angelitos los aztecas, oiga. No va a quedar más remedio que enviar un portaviones borbónico comandado por Leonor toda vestida de blanco como Rosalía revestida de sus negras sombras. Y si cuela, cuela. No se puede combatir con portaviones sino con la Legión, Policía y GC a Marruecos: el enemigo está dentro.
De hilo en ovillo, constatamos que el sentido didáctico que hubiese podido tener el teoremita de Samuelson ya no es pertinente habida cuenta que el verdadero arbitraje en Europa no concierne a cañones y mantequilla solamente sino a cañones, mantequilla, mandanga y fariña. En mandanga nos proveen las plantaciones de Marruecos; la fariña nos viene de México aunque el centro de distribución, el principal hub, se encuentra en Amberes, bajo control de la Mocro Maffia. Es decir, tanto mandanga como fariña están en manos de marroquíes (¿cuánto se llevarán en el Palais?) con capacidad para corromper todas las instituciones del Estado. Hay una buena novela de Pérez-Reverte que explica algo estas cosas –La reina del Sur- pero el verdadero maestro literario de cárteles y su impacto político-social es el novelista estadounidense Don Winslow.
¿Cabe alguna reacción salvífica por nuestra parte? Sí, volver a la Tradición: todos carlistas. O almogávares en adidas. La Tradición española es vino en bota, ajo cárdeno, cecina de buey carrero y picadura de petaca. Hay que deslastrarse de influencias malsanas de mariannes guillotinadoras con una teta al aire y escarapela republicana cantando sin gracia alguna La Marsellesa. Nosotros a lo nuestro. Porque es sencillamente fraterna, nunca sale ilesa de la experiencia española la vida emocional del extranjero que la frecuenta. Marroquíes y mexicanos incluidos. Cuando sobre todos ellos desciende la estrellada catedral de la noche andaluza o los cubre el azulino cielo gallego es innecesario predicar los milagros de convivencia que el buen vino de esta tierra alienta en sus corazones hasta caer fulminados por el genio de España –sin necesidad alguna de mandanga ni fariña- y devenir en entregada hinchada. Siempre ha sido así y siempre será así. Nuestro vino, el mejor y más barato del mundo, vale por toda la mandanga y fariña habida y por haber, que, si bien se mira, es cosa de nenazas y progres de malograda hombría, pobres colgados. Y es que los españoles, los auténticos, el macizo de la Raza, somos indiferentes a las atenazadas humanidades de pueblos que se tienen por cultos y modernos babeándose sin pudor al paso de los cañoncitos de la OTAN. Siendo lo propio de este país de buen vino vivir acomodado sin pesares, huyendo de seriedades, encogimientos y tristezas belicistas. Tanto es así que la presente marea de vino castizo que alumbra cada una de las regiones españolas, férvidas y muchas, amplia en sus lujosos tornasolados y generosa en sabores de alegría múltiple, es el mejor aval de un futuro integrador de las razas y religiones que entran doblando la esquina por parameras y valles floridos. Sí, la tierra de España, que es una y única en su corazón granito y oro, rezuma calladamente los mejores y más baratos caldos que haya conocido la Humanidad, con lo cual estamos a la altura histórica de las naciones legendarias que buscaron inteligente y generosamente la felicidad de sus gentes. Frente a ello, no hay fanática creencia, nacionalismo periférico, ideología racial, religión liberticida, mandanga ni fariña que se resistan.
Mágicos efectos del vino español, en cierta ocasión, volviendo de visitar la bodega del blasonado zulo de un amigo, en compañía de mi contrapariente, medio inglés, Yago, bebedor solvente y macho, entramos haciendo eses en una curva de intransitada carretera comarcal gallega antes de parar la moto con sidecar en aras de fumar un par de puros y contemplar el emocionante paisaje de un valle brumoso clareado por la misteriosa luna de febrero. Las cuatro de la madrugada serían cuando en el apacible conticinio vi recortada contra el plenilunio la inconfundible silueta de un águila que portaba entre las garras un pequeño raposo. Iba a decírselo a Yago pero con adusto gesto me detuvo al tiempo que murmuraba amargamente: «No es un águila, es una mala meiga y lleva un niño entre las zarpas». Se me cayó el puro del susto.
No puedo evitar pensar nostálgicamente en la España rebosante de ermitas pobladas de noctámbulas curuxas, de becadas en febrero, de golondrinas primaverales, mirlos sabios, cuervos longevos, cercetas, tornasoladas urracas de elegante vuelo, azulones y torcaces veraniegas. Con todo eso más el vino ¿para qué queremos cañones, mandanga y fariña?