De cómo Caifás dictó sentencia... y se llamó progresista
Según apuntan ciertos evangelios gnósticos, así como otras fuentes de dudosa ortodoxia —por ello más interesantes—, el viejo Caifás era un varón de marcados rasgos y expresión severa. Su frente era amplia y despejada, destacando sobre todo su mirada turbia. La cabeza estaba coronada por cabellos blancos que él —como claro varón investido de suprema vanidad— lanzaba hacia atrás con pulcritud ceremonial. Dejó barba y bigote, ambos canosos, como si los signos de vejez confiriesen mayor autoridad que los años vividos. Su andar era medido, casi sacramental, buscaba que cada paso rubricase una nueva sentencia. Su presencia, corpulenta y de ademán solemne, era tal que en lugar de entrar en una estancia, bien parecía que la ocupaba.
Gobernaba con gravedad teatral y la voz ensayada, cultivando el doctorado de la mentira mientras mendigaba el aplauso fácil del César. El gran Sanedrín era un órgano que dictaba sentencias divinas; pero Caifás decía velar por la “ley suprema” invocando la Torá, del mismo modo en que hoy algunos invocan la Constitución mientras la violentan con la mano.
El gran Caifás siempre procuraba interpretaciones flexibles en sus sentencias, alineándose con los vientos dominantes y sirviendo como fiel vasallo. Era, sin duda, una forma de conspiración y conjura para perpetuarse en el poder y hacer a su antojo, también para beneficio de los suyos, aunque implicase sacrificar a inocentes.
Como todo buen criado del poder, interpretaba los códigos de una manera elástica, estirándolos a capricho, de manera que en donde unos leían deber, él hallaba conveniencia. Fue un maestro en la conjugación del verbo conspirar, pero siempre en plural mayestático. Pero no actuaba solo, contaba con Pilato y con su amigo Valerio Grato —gobernadores en Judea—, que es como si hoy dijésemos que cuenta con Moncloa y el BOE.
Aquel se decía amante del consenso, del diálogo, del pundonor y el derecho, aunque sólo florecía cuando el acuerdo se ajustaba con minuciosa exactitud a su parecer. Poseía una habilidad extraordinaria para hacer que la voluntad de uno pareciese la de todos. Convocaba concilios, rodeándose de sabios que asentían por disciplina más que por convicción.
Caifás era el sumo sacerdote y actuaba como presidente del consejo. Su voto era decisorio tanto por derecho como por capricho. Según algunos textos heréticos se casó con mujer de ricas influencias y vínculos convenientes, pues sabido es que el altar no siempre es templo, sino que a menudo es atajo al poder. Al parecer tuvo muchos hijos y destacó el mayor, propenso al dispendio y los faustos, frecuentaba lechos alegres y era buen amante de compañías menos piadosas que gozosas.
El gran sumo sacerdote, cuando llegó el caso del Galileo, fue quien dictó, sin ningún rubor su célebre sentencia: Conviene que muera uno sólo, por el pueblo. Esta frase de apariencia sacrificial, en realidad encubría —como toda gran excusa— la necesidad de perpetuar el orden de los suyos. Los otros jueces, simples figuras decorativas, firmaron por miedo, por codicia, o —lo que es peor—, por ambas razones.
Así logró Caifás, con un acto tan inmoral, que hasta sus mayores detractores vieran virtud en la ignominia. Tenía autoridad, sí; tenía soberbia, también. Pero lo que no tuvo jamás fue la decencia de mirar en dirección contraria al poder.