Cafés con carácter: Rocío y la sonrisa que madruga
“La naturaleza aborrece el vacío.” —Principio aristotélico
En estos tiempos de confusiones líquidas y leches vegetales, aún resisten ciertos bastiones donde el café se sirve como Dios manda: negro, fuerte y sin contemplaciones.
Esta mañana, mientras el sol intentaba asomar, escuché una vieja y acostumbrada frase que me arrastró a los tiempos de mi infancia. Una expresión popular, de bar y calle, un giro dicho por todo tipo de gente, una cita sin dictado ni maldad que sigue viviendo sin más intención que el simple verbo: ¡Aquí no servimos mariconadas! La pronunció Rocío, una joven que viste su cafetería como un perfecto y auténtico templo de la autenticidad que algunos, con descortesía de salón, llamarían “bar de pueblo”.
Rocío es galana, agraciada, y también añadiría que algo presumida. Es también la encarnación de la mismísima eficacia pero sin aspavientos. No necesita preguntar a uno cómo quiere su café, ella lo sabe bien. Su sonrisa siempre está presente, no es impostada, es de quien madruga, trabaja y no se deja amilanar por nada.
Este bar, al que quizás algunos rimbombantes calificarían de “cantina”, en realidad es un santuario de lo cotidiano. De su cocina salen los más suculentos pinchos que uno puede esperar, bocadillos que no necesitan apellidos ni emulsiones, una tortilla de patata que hace saltar las lágrimas y un larguísimo etcétera de platos ricos. Todo se sirve con rigurosa puntualidad y además a precios populares. Aquí, en este bar, las conversaciones son largas y contrastan los problemas cotidianos con las voces secas de los noticiarios.
Pero, permítanme volver con Rocío, esa heroína cotidiana. La conocí hace más de una década. Yo vivía cerca y aprovechaba el espacioso aparcamiento para detenerme y pedir un café mientras ojeaba el periódico. Siempre compartíamos un saludo de buenos días que ella atendía siempre sonriente y, entonces, con un gesto agradable servía ese café a mi gusto. Se lo pedí una sola vez y jamás necesité recordarle mi deseo. Dejé de ir durante un largo tiempo, pero al final —tras algunos años— pude retornar al viejo itinerario recuperando mi vieja rutina. Bastó con cruzar el umbral de la puerta y ahí estaba Rocío, la miré y lo primero que me admiró fue que no había cambiado nada. Sin mediar más palabra que el del acostumbrado y riguroso saludo, me sirvió aquel café a mi gusto —era como si el tiempo se hubiese detenido—.
Hace unos meses enmendé mi torpeza de no haberme presentado en su día, por lo que ahora nos saludamos por el nombre. —Buenos días, Rocío, digo yo. Ella sonriente me responde, buenos días, Manuel. Y así, mientras el café fluye de nuevo, la prensa me informa —o desinforma— dando cuenta de este mundo que realmente parece haber perdido el norte.
Esta mañana, sin embargo, ese norte se reafirmó. Llegó un cliente y preguntó si había leche de soja. Rocío, en su hermosa naturalidad y con cariñosa ironía asturiana, respondió: ¡Aquí no servimos mariconadas! Y añadió: Esto es un bar de paisanos. Aquí no hay sojas, ni avenas, ni mierdas. Que si uno sin lactosa, otro con almendra… ¿En qué se ha convertido todo? ¡Ya no quedan paisanos!
El instante no escandalizó a nadie, al contrario, fue recibido con la naturalidad de quien sabe que la modernidad, en ocasiones, se disfraza de ridiculez. Yo mismo, canoso y de algún modo, algo curtido en cien batallas, quedé estupefacto hace unos días al ver a varios policías y guardias civiles —jóvenes musculados y de riguroso gimnasio— pedir un cola-cao con leche de soja.
La ágil respuesta de Rocío, lejos de ser una simple ocurrencia, ha resultado un breve análisis sociológico. Nos invita a reflexionar sobre los cambios que nos rodean, sobre la fragilidad de lo políticamente correcto y, también, sobre la necesidad de conservar algunas esencias. Porque, aunque queramos ser ejemplares y distinguir lo bueno y lo malo, hay cosas que no pueden mudar de hoy para ayer. La educación, la costumbre y la misma vida, tienen sus tiempos, sus raíces y sus resistencias.
Así pues, ¡qué grandeza la de mi buena y sublime Rocío! Ella mantiene viva la llama del bar de verdad, de la naturalidad, y eso señores, no tiene precio.