#AI mucho que contar

De Black Mirror a Real Mirror

Hace unos días volví a ver The Waldo Moment (¿lo recuerdas?), ese capítulo de Black Mirror en el que un dibujo animado termina compitiendo en unas elecciones. Lo vi como siempre, entre risa y escalofrío, aunque esta vez la sensación fue distinta…, al poco de apagar la tele leí que Albania había nombrado ministra de Contrataciones Públicas a Diella, una inteligencia artificial, y lo que parecía ficción se convirtió en un espejo incómodo.

Ese reflejo enseña un país pequeño que apuesta fuerte. Una IA que en pocos meses procesó más de 36.000 documentos y atendió cerca de 1.000 servicios a ciudadanos en la plataforma e-Albania (el portal digital de trámites del Estado) ahora se sienta en un “sillón ministerial” para adjudicar contratos públicos con una misión clara, que las licitaciones sean 100% libres de corrupción. La escena tiene fuerza, ¿no?, aunque al mismo tiempo dispara preguntas inevitables: ¿quién programa los criterios de esa objetividad?, ¿qué sesgos se cuelan en el código?, ¿a quién pediremos explicaciones cuando algo falle? (sé que también lo estabas pensando).

Aun así, no quiero quedarme solo en la sospecha. Soy liberal tecnológico, creo que la innovación puede liberar a las instituciones de la grasa burocrática y acercarlas a la meritocracia (es decir, decisiones tomadas con criterios claros y objetivos, no con favoritismos). Para mí, la tecnología debería regalarnos tiempo, ese tiempo que necesitamos para hacer lo que ninguna máquina sabe, escuchar con atención, deliberar con matices, empatizar con quien no piensa como nosotros…, o incluso algo tan básico como mirar a los ojos a alguien que tiene miedo a perder su trabajo.

Ahora bien…, ¿y si funciona? Si en medicina la inteligencia artificial ya detecta tumores antes que un ojo humano o anticipa brotes con semanas de margen, ¿por qué no pensar que también pueda mejorar la política? Si confiamos en ella para salvar vidas, quizá también podamos darle la oportunidad de salvar instituciones.

Y no, Albania no está sola en este experimento. En Rumanía, ION actúa como asesor honorario de IA y recoge opiniones de ciudadanos a través de redes y portales digitales, aunque sin autoridad real de decisión. En el Reino Unido apareció AI Steve, un candidato avatar con el que los votantes pueden interactuar, y si ganara el escaño lo ocuparía Steve Endacott, el humano detrás, aunque la campaña ya la lidera una inteligencia artificial. Dos intentos distintos, pero con un mensaje común: los algoritmos ya no se esconden, empiezan a ocupar un lugar en la mesa de decisiones (y tú que opinas, ¿te incomoda o te intriga?).

La historia nos recuerda que cada salto tecnológico cambió la política. El telégrafo trajo inmediatez, la radio acercó voces, la televisión fabricó líderes carismáticos, internet abrió las ventanas…, y ahora la inteligencia artificial no solo cambia el escenario, también el guion: quién decide, cómo decide y con qué legitimidad.

Claro que no basta con el entusiasmo. Los estudios muestran que la IA puede mejorar la eficiencia y la satisfacción ciudadana, sí, pero también que genera desconfianza si no hay transparencia ni trazabilidad. No vale con que una máquina adjudique contratos…, necesitamos auditorías visibles, explicaciones comprensibles, mecanismos de apelación. Estonia lo aprendió cuando se habló de “jueces algorítmicos” (IA para resolver disputas menores) y el propio gobierno tuvo que aclarar que siempre habría revisión humana. Sin garantías claras, la confianza se evapora.

Quizá ese sea el verdadero espejo, no el rostro digital de Diella sino la imagen de cómo queremos gobernarnos. No se trata de máquinas contra humanos, sino de decidir qué dejamos en manos de un algoritmo y qué seguimos asumiendo como nuestra responsabilidad.

Cuando miro a Diella no veo solo a una ministra virtual, sino un reflejo que nos devuelve preguntas incómodas: ¿qué significa ser responsable?, ¿qué significa ser humano en la política? Ese espejo ya no es ciencia ficción, es presente.