Fortuna Imperatrix

Bestiarios

Al escritor aragonés Javier Tomeo le fascinaban los bestiarios. Tanto es así que entre sus libros figuran dos: Bestiario y El nuevo bestiario.

En Bestiario, a secas, hay cuentos como La mosca cabezuda o La hormiga león, y también uno muy bueno en que un gusano se queja a su madre de su pobre apariencia, a lo que ella le contesta que no se preocupe porque cuenta con la ventaja de que, arrastrándose, podrá llegar a cualquier parte. A este autor le encantaban los monstruos de todo tipo, precisamente tiene una obra de teatro llamada Amado monstruo, en que el protagonista había nacido con seis dedos en cada mano, y una novela, con ilustraciones suyas, títulada Constructores de monstruos. Pero es que, además, dentro de otro de sus libros, Zoopatías y zoofilias, aparecen 51 mezclas de hombres y animales, entre ellos El hombre camello, El hombre lobo, El hombre elefante, El hombre camaleón, El hombre perro o El hombre chinche. Además, es autor de otra novela: el gallitigre, en la que sigue indagando en los animales como reflejo de las pasiones humanas, o en sus improbables uniones, en cuanto alianza de contrarios, como símbolo de la confraternización universal.

He recordado al amigo Tomeo porque yo mismo traté hace poco del perro lobo, una mezcla real, y porque otras, aunque puedan parecer imaginarias, rozan lo sobrenatural de las metamorfosis, lo cinematográfico o lo circense. Aquí podrían encuadrarse El hombre lobo y El hombre elefante. En cuanto a hombres camellos, camaleones, chinches y perros basta con salir a la calle para tropezarse con alguno de estos especímenes, por lo que su inventor literario acierta de pleno en su audaz propuesta.

Es curioso, sin embargo, que en el catálogo de animales de Javier no aparezca un solo toro, aunque bueyes sí hay alguno. Ignoramos a qué se debe la ausencia, en ese repertorio, del animal totémico por excelencia de nuestro país, cuya superficie adopta la forma de su piel abierta de par en par, máxime cuando un amplio abanico de ellos se yerguen o corretean por su geografía. Están los embolados, de fuego o júbilo de Medinaceli, Valencia y Teruel; los enmaromados, de media España y en especial de Benavente; el de la Vega de Tordesillas, el de San Juan de Coria; y por supuesto el Torico de Teruel, pletórico sobre una columna, pequeño pero inmenso, aureolado de eternidad, y que da nombre a una plaza preciosa. Y luego, aparte, los festejos taurinos por antonomasia, es decir, las corridas.

Antes de estos toros de Hispania ya existían unas esculturas zoomorfas que, ahora, desgastadas por el tiempo, pueden visitarse en sus emplazamientos originales de los castros prerromanos o en rincones privilegiados de la historia, como Guisando, y en museos arqueológicos. Resultan del cruce de toros con jabalíes o cerdos, no está claro, y los han bautizado como verracos. Últimamente, dicen, se ha dejado caer uno de ellos por Teruel, también, muy bravo y desatado, un bellaco total.