El Batallón Cazadores de Colón n.º 23 en la guerra de Cuba: tres años sin tregua y ejemplo de coraje
El Batallón de Cazadores de Colón n.º 23 desembarcó en Cuba el 5 de mayo de 1895. Apenas pisó tierra, entró en combate en Bayamo: fue su bautismo de fuego. Desde entonces, no conoció descanso.
Enfrentó a las fuerzas de Máximo Gómez en Jatía, participó en las operaciones de Jiguaní, pasó a la jurisdicción de Holguín y combatió en Vista Hermosa, Baitiquirí, San José de Aguarás, Corojo, Caureje y a orillas del río Cauto. Así cerró 1895: sin tregua, sin relevo.
Durante toda la guerra, operando en la región más insalubre de la isla, el Batallón adquirió una reputación insuperable. Perdió casi todos sus efectivos, renovados una y otra vez, pero jamás su espíritu. En 1898, tras combatir en Taimí y Valenzuela, embarcó rumbo a Tunas de Zaza, luchó en Cumanayagua y repelió el desembarco norteamericano en las lomas del Melitón. Luego defendió Cienfuegos bajo cañoneo hasta la firma del protocolo de paz, el 12 de agosto.
Pero la historia no terminó ahí. El 16 de noviembre fue trasladado a La Habana. Allí, el Teniente Coronel Federico Páez Jaramillo recibió orden de entregar la bandera. Reunió a sus hombres en el patio del Castillo de La Cabaña y, con voz firme, declaró que prefería pegarse un tiro antes que rendirla. La tropa respondió unánime: morir antes que entregarla.
A los acordes de la banda de música, en perfecta formación, armas al hombro y bandera desplegada, desfilaron por las calles de La Habana. Las aceras, colmadas de insurrectos cubanos y soldados norteamericanos, guardaron silencio. El Gobernador estadounidense no intervino. La multitud, lejos de hostilidades, presenció el paso de los cazadores con respeto solemne. La enseña ondeaba al viento, no como un trozo de tela, sino como el alma visible de una patria lejana. Los soldados la portaban con emoción contenida: cada pliegue era memoria, juramento y despedida.
En el muelle de Caballería, al separarse el barco del malecón, la música rompió a tocar el himno nacional. Los paisanos se descubrieron y permanecieron en silencio hasta que el buque dobló la punta del Castillo del Morro.
Veintiún días después, desembarcaron en Málaga. El Batallón fue disuelto. La bandera, intacta, fue llevada a casa por su jefe. No como trofeo, sino como testimonio. Porque no todos los finales son triunfos. Pero algunos, como este, son inolvidables.