La batalla cultural de la izquierda
En los últimos tiempos se ha puesto de moda, entre ciertos intelectuales de la derecha, como Agustín Laje en Argentina, Alain Finkielkraut en Francia, Jordan B. Peterson en Canadá o Roger Scruton y Douglas Murray en el Reino Unido, por citar solo algunos de una larga lista, el asunto de la llamada batalla cultural, una lucha por imponer una serie de principios y valores supuestamente superiores, tales como poner coto a la inmigración, la defensa de los valores identitarios, la anulación de la culpa histórica y el fin del autoodio occidental, frente a los valores promovidos por la izquierda.
Sin embargo, el término “batalla cultural” hunde sus orígenes en el siglo XIX, cuando Otto von Bismarck, canciller del Imperio alemán, utilizó el concepto de Kulturkampf (lucha o combate cultural) en la década de 1870. Bismarck empleó esta expresión para describir el enfrentamiento —o, más propiamente, la lucha— del Estado prusiano contra la influencia política y social de la Iglesia católica.
Bastantes años más tarde, el gran intelectual de izquierdas italiano Antonio Gramsci reformuló esta idea, aunque sin emplear literalmente el término, al hablar de la necesidad de que la izquierda alcanzara la hegemonía cultural y ganara lo que él denominaba la guerra de posiciones. Se trata de una estrategia política lenta y prolongada cuyo objetivo no es tomar el poder por la fuerza ni mediante un asalto frontal al Estado, sino conquistar previamente la hegemonía cultural, moral e intelectual dentro de la sociedad. Para Gramsci, el poder político se gana antes en la cultura, la educación, el lenguaje y los valores que en las urnas. De ahí la guerra de posiciones como una lucha ideológica a largo plazo en el seno de la sociedad civil para construir una contrahegemonía que desafíe la cultura dominante, en lugar de un rápido asalto frontal —la llamada guerra de maniobra— condenado al fracaso.
Según los intelectuales citados, la derecha debe rearmarse moral y éticamente frente a la izquierda, defendiendo sin ambages la superioridad ideológica de sus postulados. Agustín Laje, autor de La batalla cultural —una suerte de Mein Kampf de la nueva derecha, salvando las distancias—, sostiene que la derecha ha ido perdiendo la guerra cultural frente a una izquierda que ha logrado dominar instituciones y narrativa. Sin embargo, tanto su libro como figuras políticas como Javier Milei buscan empoderar a una nueva derecha para recuperar terreno. El triunfo de Milei es presentado como prueba de que esta batalla puede ganarse, aunque no exista un vencedor definitivo, sino una lucha constante por la hegemonía cultural e ideológica en Latinoamérica y en el mundo.
El punto de partida de estos intelectuales —especialmente de los más conservadores, como Scruton, Peterson o Murray— es claramente pesimista, en la medida en que consideran que la izquierda ganó primero la hegemonía cultural antes de dominar la política. Solo asumiendo que el pensamiento de izquierdas, basado en el llamado marxismo cultural, la política identitaria, la corrección política, el liberalismo progresista como ortodoxia moral y el multiculturalismo, se ha vuelto dominante en nuestras sociedades, dando el salto desde la esfera cultural a la política —donde se organiza, se disputa y se ejerce el poder real—, es posible, según ellos, librar con éxito la batalla de la nueva derecha.
En este contexto, las recientes victorias de Donald Trump, Javier Milei y Giorgia Meloni en Estados Unidos, Argentina e Italia, respectivamente, como representantes de una derecha renovada y alejada de la tradicional, constituyen las primeras escaramuzas —aunque no la batalla definitiva— de esta contienda cultural, que ha salido de los centros de pensamiento para trasladarse al terreno de la política y de la arena electoral.
Otro de los elementos centrales del ideario de esta nueva derecha es la lucha contra lo que denomina la cultura “woke” -un conjunto de ideas, actitudes y prácticas culturales centradas en la conciencia y denuncia de las injusticias sociales, especialmente aquellas relacionadas con la raza, el género, la identidad sexual, la desigualdad y la discriminación-, que se ha convertido en uno de los pilares ideológicos inamovibles de la izquierda progresista. Una de las críticas más duras a esta cultura —a la que también señala el presidente Trump como la madre de todos los males— proviene precisamente de Meloni, quien la considera una fuerza divisiva que pretende redefinir la historia, cancelar tradiciones y borrar identidades culturales.
Si Gramsci levantara hoy la cabeza, probablemente comprobaría que su concepto de guerra de posiciones no solo ha cambiado, sino que ha sido transformado, reelaborado y, en cierta medida, apropiado por la nueva derecha. Paradojas de nuestro tiempo, en esta época de profundas mudanzas.