Basado en hechos reales
En la sala de espera de urgencias de un hospital público, un celador irrumpe con voz potente, casi épica:
—¡¡¡PACOOOO!!! ¡¡¡PACOOOOOO!!! ¡¡¡PACOOOOO!!!
El eco rebota entre las paredes, pero nadie responde. Un hombre, algo desconcertado, se acerca:
—Disculpe, llevo un rato esperando y no sé muy bien si me han llamado.
—¡¡¡CÓMO TE LLAMAS!!! —le espeta el celador, sin bajar el tono.
—Francisco Javier. Bueno… Javier.
—¡VAY! ¡PUES LLEVO UN RATO LLAMANDO! ¿NO TE LLAMAS PACO?
—Pues, no.
—Entonces, ¿cómo te llaman?
—Depende.
—¿Depende de qué?
—Pues mire usted: en familia me llaman Javi, mis amigos me dicen Javier, de manera formal me llaman don Javier o señor N., en el ámbito universitario me llaman doctor y en el académico: Ilustrísimo señor.
El celador, visiblemente desconcertado, balbucea:
—Estooo… te… lo voy a pasar con el doct… médico.
Y ahí termina la escena. Pero no el tema.
Porque lo que parece una anécdota trivial revela una cuestión más profunda: el uso indiscriminado del tuteo, esa confianza que se da por sentada, incluso cuando no se ha pedido. En espacios institucionales, como hospitales, el trato de “usted” no es una formalidad vacía, sino una forma de reconocer la dignidad del otro, su trayectoria, su rol social. Saltarse esa distancia puede resultar invasivo, incluso ofensivo.
No se trata de rigidez ni de clasismo, sino de sensibilidad. El lenguaje construye vínculos, pero también puede erosionarlos si se usa con torpeza. Tuteamos cuando hay confianza, cuando el contexto lo permite, cuando el otro lo acepta. Imponerlo, como en el caso del celador, revela más prisa que cercanía.
El respeto empieza por el nombre, por el tono, por la forma en que nos dirigimos al otro. Y aunque el paciente responde con un amable “Muchas gracias”, queda flotando la pregunta: ¿cuándo dejamos de preguntar cómo quiere ser tratado el otro?