Alcazaba

Balboa y el Mar del Sur

La historia se pregunta hoy qué hubiera ocurrido en 1509 si el bachiller Martín Fernández de Enciso decide sacar del barril, ya rodante en cubierta, a ese joven asustadizo que pedía clemencia y que se hacía llamar Vasco Núñez de Balboa, polizón desde La Española al lado de su perro Leoncico, para dejarlo a su suerte en la primera isla solitaria que topara el bergantín.

Balboa, varón de Jerez de Los Caballeros, pertenecía a una noble familia, propietaria del Castillo de Balboa, con suficientes años de hidalguía y probada fidelidad al rey. Hijo de Nuño Arias de Balboa, partió con el deseo de parecerse a quienes habían descubierto las Indias Occidentales 15 años atrás. La península vivía un fervor de oro, con las noticias que llegaban del otro lado del mundo. Prosperó rápido en América y se dedicó a la agricultura en La Española, lo que hoy es República Dominicana y Haití, pero las múltiples deudas lo obligaron a marcharse de ahí en un navío, escondido en un barril.

Si el capitán de la expedición, Martín Fernández de Enciso, decide abandonarlo a su suerte, desoyendo la súplica de los marineros, otro hubiera avistado el Mar del Sur desde una cumbre del istmo de Panamá. Pero le correspondió a él, por providencia, ser el avistador de esa enorme extensión de agua ante la cual cayeron postrados sus grumetes, el 25 de septiembre de 1513. 

Para la historia, la piedra en el camino de Balboa fue Pedro Arias Dávila, más conocido como Pedrarias, quien fue enviado por el rey a fiscalizar sus tareas, con encomiendas precisas de autoridad que lo enseñorearon como Gobernador y Capitán General de Castilla de Oro, hoy Panamá, Costa Rica, Nicaragua y parte del norte de la actual Colombia. Pedrarias usurpó los logros y hazañas de Balboa en Santa María La Antigua del Darién, la primera población de tierra firme en tierra americana. Lo acusó ante la corona de acciones desleales, de codicia. Los caciques Careta y Panquiaco, habían revelado a Balboa que más allá del istmo existía una tierra de oro y de perlas, el mismo territorio que él logró conocer, inicialmente, con un pequeño velero y varias canoas nativas. Se adentró en el río Atrato y recorrió todo lo que hoy es el Archipiélago de San Blas; nombró el Archipiélago de Las Perlas y llamó “La Antigua” a Santa María del Darién, en homenaje a la virgen sevillana.

Dicen que Pedro Arias Dávila se escondió detrás de un madero, para no ver el tránsito del hacha entre las manos del verdugo y el cuello de Balboa, pero respiró tranquilo cuando vio izar la testa magnífica en un palo, para escarmiento.

Balboa, de cierta manera, se parece a nosotros, estirpe de polizones. Solo desde Buenaventura, en la costa del Pacífico colombiano, cientos de jóvenes han emprendido la aventura de ir en la bodega oscura de barcos mercantes hasta la bahía de Hudson, en Nueva York, donde descienden, junto a los muelles de Brooklyn, sin saber si ahí es verano o invierno. Muchos de estos polizones balboenses, salidos del puerto Pacífico, están enterrados hoy en el cementerio de Long Island, o envejecen en los suburbios negros y puertorriqueños de una urbe que echó harina en su piel y entristeció sus ojos en largos inviernos, lejos del lar nativo. Sus hijos y nietos no saben dónde queda el mar de Balboa.

Cuando se cumplen 512 años del avistamiento del Mare Nostrum, este 25 de septiembre, ponemos una rosa en la tumba inexistente de Balboa, el extremeño, enviamos un rezo en latín, a la arena y el viento que guardan las partículas no extinguidas de sus huesos, y con el tañer de marimbas elevamos un kirie y un alabao por su cabeza, la misma que, como la de Santiago Apóstol, un día aparecerá entre los médanos de la noche, señalada quizá por la estrella del sur.