Asamblea Internacional
La última sesión de la Asamblea General de la ONU dejó al descubierto la quiebra del orden internacional, atravesada por un choque frontal entre liderazgo real y populismo vacío.
El regreso de Donald Trump al podio marcó un punto de inflexión: un discurso sin ambigüedades en defensa de Occidente e Israel, muy lejos de la tibieza diplomática de años anteriores. Benjamin Netanyahu, por su parte, delineó con precisión el verdadero desafío de nuestro tiempo: el avance de Irán y el terrorismo islamista. Su plan para Gaza —desmilitarización, reconstrucción y seguridad regional— no es simple, pero al menos ofrece un camino viable frente a la barbarie.
La ONU, en contraste, se mostró como un organismo corroído por su propia incoherencia. Le negó la palabra a Taiwán, una democracia vibrante, mientras abrió espacio a líderes del terrorismo como Abu Mohammad al-Golani, heredero directo de Al-Qaeda en Siria. Callar a los que defienden la libertad y enaltecer a quienes han sembrado muerte es una prueba brutal de la decadencia de un foro que ya no preserva la paz: la legitima para sus enemigos.
En medio de esa incoherencia, Gustavo Petro redujo la tribuna a un espectáculo personal. Desde allí acusó a Israel de genocidio, responsabilizó a Occidente por las guerras en Medio Oriente y, acto seguido, se unió en Nueva York a marchas violentas que terminaron con la revocación de su visa estadounidense. Un presidente convertido en agitador callejero, humillado en el corazón diplomático del mundo, es un bochorno sin precedentes para Colombia.
El contraste con la reunión entre Trump y Netanyahu es abismal. Mientras ambos plantean derrotar a Hamás y abrir un horizonte de seguridad y desarrollo para Gaza, Petro se refugia en consignas rencorosas que no aportan soluciones, sino agitación y resentimiento ideológico.
Su presencia en la ONU fue irrelevante en términos globales, pero reveladora en lo estratégico: Petro busca alejar a Colombia de sus aliados históricos —Estados Unidos e Israel— para alinearla con un eje de regímenes autoritarios: Rusia, China, Irán, Venezuela y Cuba. Con ello dilapida décadas de cooperación en seguridad, destruye confianza internacional y legitima un antisemitismo creciente en América Latina.
Mientras Trump y Netanyahu ofrecen una alternativa de paz basada en hechos, Petro fantasea con enviar combatientes colombianos a Gaza, disfrazando la maniobra como “justicia histórica”. La realidad es otra: un cálculo político destinado a capitalizar el odio contra Israel y Occidente, debilitando de paso la posición internacional de Colombia.
La Asamblea General mostró sus fracturas más profundas: escuchar a terroristas y callar a democracias es una traición a sus principios. Frente a esa distorsión, Trump y Netanyahu recordaron que la defensa de la libertad requiere claridad y firmeza.
Petro, en cambio, mostró la cara más ruin del populismo diplomático: un presidente que convierte la política exterior en propaganda, destruye la imagen del país y reemplaza la cooperación por confrontación estéril. Nueva York lo dejó claro: Petro no fue un jefe de Estado, fue un agitador sin rumbo. Y un país gobernado desde el resentimiento solo puede cosechar aislamiento, descrédito y peligro.