Férvido y mucho

Antropofobia e inmigración

Simplificando, la degeneración vital y cultural de España y, en general, de los países occidentales se resume en un dato: hay más comercios de mascotas (animales de compañía) que de bebés. A partir de ahí, las cosas siempre van irreversiblemente a peor. Porque la inmigración –dado cierto umbral es invasión- resuelve un problema pero crea cuatro. Los paños calientes buenistas, pusilánimes y oportunistas que aplican la izquierda lerda y la derecha tullida a esa problemática estimula el enfrentamiento atrincherado entre la población autóctona, de vieja raigambre, y los nuevos residentes. También es cierto que, extrañamente, de un tiempo a esta parte se ha producido un deslizamiento afectivo hacia los animales, especialmente en las ciudades, con desvinculación de nuestros semejantes humanos. El 60% de dueños de mascotas duermen con ellas. Paralelamente, la antropofobia (miedo o detestación del ser humano, no confundir con fobia social) constituye actualmente una corriente político-social camuflada bajo diversos nombres. La antropofobia es más intensa cuanto más cercano fenotípicamente sea el ser humano detestado. Por tanto, algunas personas preferirán instintivamente el inmigrante al ancestral compatriota de la misma forma que otras prefieren una mascota a un ser humano.

Los antropofobos saben que son seres humanos, pero sufren disonancia cognitiva que les permite deslastrarse de su humanidad mostrando tal celo en la indignación que se sienten exonerados de pertenecer a la especie Homo sapiens. En las culturas occidentales, la más alta expresión moral de algunos grupos organizados, o de individuos que van a su aire, consiste, desde la década de los ochenta del pasado siglo, en entregarse a la crítica sin concesiones a todo lo que constituye la identidad humana y muy especialmente la identidad humana blanca. Desde entonces, en las opulentas sociedades occidentales, el humanismo político se desplaza hacia una nueva ética que sirve de valor refugio a la desvalorización del ser humano blanco por relativización. El espíritu crítico es una virtud necesaria en toda civilización madura pero su exceso la esteriliza por hipertrofia del relativismo. El relativismo a ultranza acaba concediendo que todo es relativo, que todo es igual, que una persona y un perro no son esencialmente distintos en derechos y, llegados a este punto, que un cerdo, un simio o un perro pueden ser superiores moralmente a los seres humanos. Además, por su carácter extremista, el relativismo cultural y moral degenera en exhibición ostentosa y coercitiva. Ahora bien, dejando de lado probables insuficiencias síquico-morales de los antropofobos, no es el animalismo la única manifestación de antropofobia en los países occidentales. Por el contrario, parece corresponder al Zeitgeist, espíritu de la época o clima intelectual, paradigma cultural del momento histórico que vivimos. En esas circunstancias, el amor a los animales es el reflejo simétrico del odio a los humanos blancos, lo cual resulta completamente natural si, siguiendo el razonamiento antropofobo, los animales son nuestros iguales. Es inmediato el enlace con las preferencias de cierta izquierda para con la inmigración y deslastrado afectivo, puro reflejo cainita, en relación con los humanos blancos.

No obstante, si todo lo anterior es común a los países occidentales, el caso español tiene sus propias especificidades al haber moldeado el separatismo periférico una izquierda entregada a los enemigos de España que odia todo lo genuinamente español. Y tanto es así, lo escribí en otra ocasión, que el PSOE levantó estatua a Almanzor en Algeciras. No voy a repetir la precisa, detallada y concienzuda nómina de desmanes y dislates que notarían los analistas políticos más solventes como quintaesencia del enfermizo desparrame de ambición de una izquierda que ha hecho de las instituciones públicas (interfiriendo sin pudor asimismo en las privadas) su campo de acción bélico-ideológico. Ay, si sólo fuera eso…Quienes, con ironía y objetividad han levantado implacablemente minucioso sumario de la situación,   encapsulan, en unos cuantos ejemplos magistralmente traídos a cuento, en qué ha devenido la democracia española.  Casi reducida a organizar el modus vivendi –al menos en los segmentos izquierdistas profesionalizados-  de una jarca de farsantes que, para mayor inri,  perdonan moralmente la vida a quien no lleve el mismo paso cuartelero que la tropa políticamente ultracorrecta  con mando en plaza. Repugna tanto confort moral en una chusma casi analfabeta –o sin casi- mirando por encima del hombro  a los adversarios políticos, y a la buena gente en general, que no acaban de entender el porqué de tanto sicópata  empeñado en colapsar nuestro extraordinario país. No es sólo el amateurismo incompetente, ramplón, inconcebible (lo del TC mete miedo…y la señora Lastra no digamos)  que ejerce descaradamente el poder en este momento (a las órdenes del Gran Cabrón) sino, sobre todo,  el desesperante espectáculo del oportunismo y la mediocridad amoral de jauría hambrienta, insaciablemente concupiscente,  repartiéndose los chicharrones de la matanza.

Siempre sospeché, y ahora me ha sido brutalmente confirmado con la incompetente gestión de la invasión de inmigrantes ilegales, que la izquierda no busca cambiar el mundo ni conquistar el cielo  –ni siquiera en Galapagar- sino poblarlo de sus propias nuevas clases medias parasitarias, con el iPhone entre los dientes tuiteando consignas a todo trapo, ideologizadas hasta el odio, indefectiblemente  suscritas a la leyenda negra antipatria,  constantemente recordada y reinventada con incesantes pendencias. Unas clases medias que tras el aparatoso buen rollito, y el asqueroso postureo, no se cortan ni un pelo a la hora de enorgullecerse –qué digo: jactarse- jactarse  de militancia  enfermizamente represiva (inútil recordar  lo que le puede caer encima a quien pretenda dar una conferencia anti-mainstream en una facultad española)  Unas clases medias, insisto,  que odian al proletariado  y sin otra ambición que un constante masajeo del propio confort moral y un carguillo que dé mucho poder y poco trabajo (bueno, eso también me gusta a mí pero lo digo sin invocar razones político-morales superiores: el Gran Cabrón tiene 1.290 asesores y ha nombrado 11.772 funcionarios a dedo). Esto es, el probo funcionariado franquista en manguitos caricaturizado en La Codorniz –sin calefacción en el negociado, esputando en el pañuelo y mascullando el consabido vuelvaustedmañana- ha sido substituido, hasta la plétora, por infaustos oportunistas  con agudísimo olfato para la subsistencia funcionarial allí donde aflore un partido, un ayuntamiento, una autonomía, una ONG, una víctima, una patera, una maltratada, un inmigrante al que acariciar, un facha al que escupir, una lengüecilla vernácula   que desempolvar, una subvención  que morder, un bilduetarra que justificar, una amnistía que intercambiar, un general al que desenterrar, un osario que fotografiar, una calle a rebautizar. Quiere decirse y se dice:  hay que atornillarse al chiringuito subvencionado, chutarse al cuero del despacho y a la moqueta, sobre la que a más de uno le dan asaz. La primera vez sin su consentimiento.

Sucede que, en aras de no nutrir con más  agua al molino guerracivilista (Los molinos de la Historia muelen muy lentamente, decía Ortega) hay que apuntar bien al colocar esclusas y diques de contención. Proponer la expulsión de varios millones de inmigrantes –aunque lo del Gran Reemplazo fuera cierto, que en parte lo es y aunque los extranjeros delincan relativamente tres veces más que los españoles- es propio de retrasados mentales profundos. Por muy elocuente que sea ese relato,  por abundosa que fuese la indignación contenida, por aplastante que se resienta el pesimismo  del diagnóstico de nuestra enfermedad nacional, los auténticos patriotas revolucionarios deben desembarazarse de las tentaciones que muchos estimulan ensoñados en solucionar todo este cacao recurriendo a la fuerza bruta –inútil y contraproducente, además- aprontando soluciones milagreras, o bananeras, como pudieran ser los sajazos de un cirujano de hierro. Un cirujano de hierro no necesita actuar bisturí en mano sino Constitución (otra) aplicada de forma extensiva, inflexible e intensiva. La Revolución cultural y patriótica es eso, lo otro son ladridos a la noche propios de enfermos aquejados de irrealistas prejuicios. Simétricos a los de nuestra izquierda enferma de confort moral.