Antisemitismo vergonzante
Entre las expresiones que se usaban en las conversaciones de los adultos entre los que crecí como niño nacido en los tiempos de la autarquía española, recuerdo algo que se denominaba pobreza vergonzante. Era la situación que afectaba a personas y familias que no obstante pertenecer a las clases acomodadas, vivían en la precariedad e incluso en la pobreza, lo que por vergüenza ocultaban. Su círculo cercano aparentaba no saberlo para no ofenderles. Algunos que por actitud cristiana les ayudaban lo hacían muy discretamente. Incluso recuerdo que hubo un religioso jesuita que mediaba para canalizar las ayudas sin descubrir quienes eran esos pobres vergonzantes, aquellos destinatarios venidos a menos por causas varias. No he vuelto a escuchar esta expresión que designaba un supuesto baldón que había que disimular, pues la pobreza no lo es, aunque nuestras sociedades sigan a menudo mirándola de través como si quien es pobre es por haber merecido acabar así.
Desde hace ya algunos años he ido percibiendo como el antisemitismo, o si se prefiere una mayor precisión, la judeofobia, ha ido recuperando su muy antigua carta de ciudadanía, aunque en nuestras sociedades occidentales contaminadas de esta patología moral van siendo abundantes quienes jurarían, si fuese necesario sobre la Biblia (la cristiana), que ellos no son antisemitas y que lo que condenan es sólo al estado de Israel.
Por desgracia, numerosos judíos europeos a lo largo de la historia, y sobre todo en la Europa de los años treinta, descubrieron su supuesta identidad genética por las leyes racistas que se les imponían. Para colmo se encontraron con la amarga sorpresa de unos conciudadanos que les estigmatizaban, les obligaban a vivir en guetos y con monótona periodicidad les expoliaban por ser judíos. Hoy a cada vez más judíos, ciudadanos a parte entera de nuestras democracias, se les mira como si fuesen responsables de las muertes en la guerra de Gaza y se ven forzados a no mostrase como judíos en nuestras sociedades occidentales.
Un ejemplo es lo que ya lleva más de una década ocurriendo en Suecia por no hablar de Francia o Gran Bretaña, donde las agresiones antisemitas a personas e instituciones de la comunidad judía se van incrementado sin cesar.
Desde 1792 en que obtuvieron la concesión de un terreno para su cementerio en Gotemburgo, las familias de judíos suecos, muchas de ellas bien conocidas por su contribución al progreso de la ciudad y del país, se hacían sepultar en este camposanto. El tiempo ha borrado de las lápidas fechas y nombres de los que murieron en el siglo XVIII y en los comienzos del XIX. Pero aún siguen sin borrarse los apellidos, entre otros, de los Abramson o Abrahamson, los Wolff, los Simon, los Jonason, los Judelowsky, los Lapidus, los Koch, los Löwenthal, los Levisson, los Leman, los Fürstenberg, los Heyman, los Henriques, los Meyer, los Magnus o los Mannheimer. La capilla del camposanto en estilo morisco-sefardita, como las sinagogas españolas, se construyó en 1864.
El crecimiento de Gotemburgo se vio favorecido por la acción de aquellas familias judías que invertían parte de las ganancias de su laboriosidad artesanal o profesional, comercial e industrial, en mecenazgos de carácter cultural y educativo: museo, teatro, periódicos, bibliotecas, sala de conciertos, escuela de bellas artes.
En 1870 los judíos de Suecia obtuvieron los mismos derechos que todos los ciudadanos suecos. La prosperidad y la equiparación de los suecos de identidad judía produjo un efecto de llamada entre 1895 y 1905 en las comunidades judías de Rusia, Polonia y países bálticos, que se refugiaban en Suecia escapando de las frecuentes persecuciones y pogromos de fines del siglo XIX que preludiaban el antisemitismo exterminador de la Alemania de los años 30 y de otros regímenes racistas de entonces.
La llegada de los “autobuses blancos” de la Cruz Roja en 1945 con supervivientes del Holocausto engrosó la comunidad judía en Suecia, como siguió ocurriendo en 1956 desde Hungría y en 1969 desde Polonia, pues tras el fracaso de los levantamientos contra la ocupación comunista muchos judíos emigraron a Suecia, escapando del antisemitismo en países soviéticos.
Pero en el año 2013, cuando visité ese viejo cementerio, ya estaba apareciendo un antisemitismo de nuevo cuño en Suecia. Es como si estuviera cancelándose la convicción igualitaria y democrática de que, nos atribuyamos o no unos orígenes étnicos más o menos ancestrales, todos nos parecemos y mucho más cuando morimos, así como nuestros camposantos. En realidad, como los nombres se disuelven sobre la piedra de las lápidas igual dejan de ser decisivas para nuestra común esencia humana las diferencias de etnia, cultura, ideas o confesión.
Pero, tras más de dos siglos de ciudadanía sueca y de relativa paz (aún hay algunos grupúsculos de signo nazi los suecos de la comunidad judía estaban experimentando un creciente acoso, no de los fanáticos de una supuesta superioridad aria, sino de jóvenes suecos oriundos de países de confesión islámica que estaban desmintiendo las esperanzas de integración que sus familias abrigaban para ellos cuando fueron acogidas en Suecia
Preocupante era el antisemitismo en la región de Malmö, la más multicultural de Suecia, que contaba entonces según cifras de su mezquita (pues el gobierno sueco no recoge datos confesionales ni étnicos) con más de cien mil oriundos de países musulmanes (casi la tercera parte de todos los de Suecia) con al menos 45.000 de ellos vinculados al culto islámico. La congregación de confesión judía de la misma región reunía en cambio a menos de 800 judíos en torno a su sinagoga de los dos mil que entonces se podían considerar como judíos suecos en Malmö.
A pesar del diálogo entre los representantes de la comunidad judía y del consejo Islámico, con sus llamadas a la cordura, crecían los ataques criminales antisemitas en Malmö. A día de hoy el festival de cine judío que era tradicional en la ciudad no ha encontrado una sola sala que se atreva a acogerlo.
Hay familias suecas que por pertenecer a la comunidad judía se están viendo empujadas a dejar la ciudad en la que, ellos y sus antecesores, nacieron y crecieron como ciudadanos de un país tolerante, para ir en busca de lugares donde grupos de jóvenes islamistas radicales suecos (que parecen considerarse mejores musulmanes que sus propios padres) no les amenacen a ellos y a sus hijos.
Esto es sólo un ejemplo de lo que ya comenzó hace años y sigue creciendo en Europa. Es un notorio aumento del tradicional antisemitismo y de nuevas variantes que ahora han crecido de modo exponencial. Basta con leer las pancartas de las masivas manifestaciones que acusan de genocidio a los judíos por la guerra que el ejército de Israel combate en Gaza, un conflicto originado por la masacre de judíos, esa sí genocida, de la organización terrorista que gobierna por el voto de los palestinos de ese territorio. Aquella matanza del 7 de octubre del 2023 fue celebrada esa misma tarde con cantos y banderas palestinas en la plaza del ayuntamiento de Gotemburgo, de lo que fui testigo.
La fobia antijudía data ya de más de dos mil años entre los pueblos europeos y es algo que empieza a parecer inscrito en nuestros genes sociales desde los primeros siglos cristianos, con protagonistas pioneros que hoy son santos como Juan Crisóstomo y otros azuzadores posteriores también canonizados como Vicente Ferrer, por no citar a todos los ilustres. El pretexto fundador fue que habían matado a Cristo, aunque curiosamente eso no dio lugar a una fobia contra los romanos, sin cuya contribución aquel judío que origino la Cristiandad no hubiera sido crucificado. Para hablar del hoy no veo (y es bueno que no ocurra) que los rusos que viven en Europa o América estén siendo objeto de rusofobia por las matanzas que ha comenzado y sigue llevando a cabo el gobierno ruso de Putin contra Ucrania. Pero sin embargo sigue en rápido aumento el acoso a los judíos que viven en Europa a quienes se hace chivos expiatorios de las muertes de la guerra de Gaza.
En definitiva, si se les preguntara por su motivación a quienes exhiben pancartas antijudías en las cada día más frecuentes manifestaciones, abanderadas y masivas por las calles de España, Europa y América, esta vez no para celebrar la masacre de Hamas sino para corear (incluso como una vicepresidenta de nuestro gobierno) que se arroje a los judíos “del río al mar”, estos manifestantes jurarían que ellos no son antisemitas. A mi modo de ver en la acomodada cultura occidental abunda mucho un antisemitismo vergonzante. Las patologías morales de esta clase tienen eso en común: el afectado no reconoce estarlo.