Algún esqueleto en el armario de la Gran Vía
Con acierto, Raúl Guerra Garrido tituló uno de sus libros como La Gran Vía es Nueva York. Y yo apostillo que sí, pero con más gracia. Con más corazón. Nunca duerme. Acoge en sí multitud de seres humanos. De etnias. De pasos. Pasos de pobres, ricos, trileros, alegres, tristes, ociosos y apresurados. Es ardiente y viva. La representación de Madrid en una sola calle. Sabia, joven aún, moderna, cosmopolita, pero también con sombras que tienen que ver con su origen. Algo así como una dama con un pasado oscuro. Veamos alguno de los pecados de sus orígenes. Ya por los 70 del siglo XIX, se planteó la necesidad de hacer una gran arteria moderna como existía en otras ciudades europeas, pero el proyecto no acababa de cuajar y fue el empeño del conde de Romanones, por entonces alcalde de Madrid, el que dio impulso a un proyecto que elevó a la Administración con un efectivo seguimiento de perro perdiguero, hasta que al fin, después de dieciséis años de demora, empiezan los trabajos para realizar lo que ya, desde su planteamiento, todos dieron el nombre de la gran vía. Incluso en 1980 se estrenó una zarzuela con este nombre con letra de Felipe Pérez y música del maestro Chueca. En ella se daba una semblanza real de los habitantes de esa zona aunque descritos con cierto cariño y gran humor. Aparecen entre otros personajes rateros que burlan a los policías, ladrones, Una criada, la Menegilda, que sisa a sus patronos, roza la prostitución y acaba abusando de un anciano al que finalmente sirve. También gentes humildes como los barquilleros y organilleros que sobrevivían con grandes estrecheces. Y es que, para llevar adelante las obras, fue necesario derribar 311 casas de las que formaban un barrio un tanto marginal, nacido en su mayor parte de los antiguos chisperos, de población pobre y marginal, en la que abundaba eso llamado “gente de mal vivir”.
Desde hacía siglos, la policía no podía hacer gran cosa en aquella zona y frailes y sacerdotes se esforzaban en atajar desmanes, especialmente en lo que se refiere a la prostitución, pues bastantes de las casas que se dedicaban a este fin se hallaban en este barrio. Actividad que continúa actualmente en algunas de sus calles, aunque ya muy reducida. Existía desde hacía siglos la calle Hortaleza, entonces triste y mal iluminada, en la que existía, quizá por compensar, el Caserón de San Antón, en cuya iglesia se halla el espléndido cuadro de La última comunión de San José de Calasanz, pintado por Goya y regalado por este a los padres escolapios en agradecimiento por las enseñanzas que le habían impartido gratia et amore, de historia, latín y otras asignaturas. También, frente a la fábrica de tapices donde el pintor aragonés alcanzó la fama, existía el convento de Santa María Magdalena de la Penitencia que popularmente se conocía como “de las arrepentías” y que era una penitenciaría dulcificada para mujeres que querían dejar la prostitución y que para salir de ella sólo tenían dos caminos: el matrimonio o el convento. Estaba en parte ocupado por la Hermandad de la Esperanza que fundó Felipe V y disolvió Mendizábal.
Una de las actividades que sus integrantes llevaban a cabo era la entonces famosa “ronda del pecado mortal”. Consistía en que los cofrades vestidos de negro, embozados en grandes capas y sombrero calado, recorrían las calles más problemáticas durante toda la noche iluminando rincones, portales y ventanas. Al frente de la comitiva iba un hermano con un candil. Tras él, otro tocaba una campanilla mientras salmodiaba:
“Alma que estás en pecado,
si esta noche te murieras
piensa bien a dónde fueras.”
A lo que el resto apostillaba:
“Muchos hay en el infierno
por un culpa no más
tú con tantas ¿dónde irás?
Al amanecer volvían al convento con las limosnas que desde las ventanas les habían echado desde ventanas y balcones y que iba recogiendo el hermano de la campanilla.
Pero lo más insólito es lo referente al hermano Bernardino. Era Bernardino de Obregón un capitán de los Tercios de Flandes y secretario del duque de Sesa, que, aunque no hay constancia cierta de la razón que le llevó a ello, deja la vida que siempre había llevado, entra de humilde trabajador en el Hospital de la Villa y empieza una vida de pobreza dedicada a los míseros, los enfermos y los pecadores. La historia que vivió fue rocambolesca. Una de las noches que recorría las calles más problemáticas en busca de quien necesitara su ayuda, vio en una ventana una mujer hermosísima que tocaba con un violín una canción provocativa. La ventana pertenecía a una mancebía muy importante que tenía su licencia en regla. Se acercó más y se dio cuenta de que en realidad era una estatua de mármol de la Virgen y que la música la tocaba un enano detrás de ella. Queda intrigado y acaba sabiendo que se trataba de una virgen robada meses antes en una iglesia de Toledo y a la que, tras cortarle los brazos, usaban como reclamo del burdel.
Bernardino, lleno de buena voluntad, entra en el establecimiento, explica de qué se trata y pide la imagen. Recibe una rotunda negativa y regresa tras conseguir dinero de algunos fieles para así rescatarla. Cómo le reciben con burlas e insultos y acaban echándole a empujones, se decide a denunciar el caso al corregidor, por lo que corchetes y alguaciles se presentaron en la casa y rescataron la estatua. A causa del escándalo la casa es derribada y los sacrílegos son condenados a la hoguera por la Inquisición. Más tarde y quizá como expiación, en el solar fue construida la iglesia del Carmen dando lugar también al nombre de la calle.
En cuanto a la virgen, tras su restauración, fue llevada a la capilla del Hospital General que más tarde sería el Hospital Clínico San Carlos, teniéndola como patrona de los enfermos entre los hospitalizados aunque oficialmente fue nombrada patrona de Madrid bajo el nombre de Nuestra señora de Madrid durante un tiempo. A la muerte del fraile, fue enterrado al lado de la imagen de la Virgen. Pero sigamos con el periplo. Actualmente se halla en la parroquia de San Vicente Ferrer que está situada al lado del Gregorio Marañón. De momento.