Sobre dogmas y consignas

¿Algo de musgo, madera y purpurina?

Estoy segura. Alguien, aprovechando maliciosamente mi incapacidad de controlar el tiempo, me está robando semanas. Incluso meses. No es posible que ya haya trascurrido trescientos sesenta y cinco días desde las anteriores fiestas de Navidad. El caso es que están aquí con su parafernalia de compras desmesuradas y pantagruélicas comidas. Pero también han llegado las luces, los villancicos, los reencuentros, la esperanza de que todo, incluso nosotros, sea mejor. Y el Belén. Con ese regusto a infancia incólume, a vacaciones llenas de milagros, a la demostración de tu bondad el día de Reyes.

El caso es que ayer saqué el belén como otros años. Coloqué cada cosa como siempre. Con esos ademanes de lo consabido y la cabeza ausente, pensando en otra cosa. Pero cuando estaba hecho casi todo, decidí mirarlo como si fuera la primera vez que estuviera ante mis ojos y fui tocando las figuras una a una. Alguien a mi lado dijo: “Deja eso, está todo en mal estado. Compra otro. No es tan caro y estás perdiendo un tiempo que podrías usar para otra cosa.” En realidad no estaba equivocado y hubiera sido incluso lógico desechar todo aquello y olvidarlo.

Miré aquel belén maltrecho. Deteriorado, viejo y despintado. Y pensé por un instante que era cierto y que estaba de su lado la cordura. Pero cómo tirar a la basura lo que me había acompañado tantos años. En él descansaban los recuerdos de días de mi vida y de los que amo. De momentos dulces o no tanto, pero que son parte de mí y de mi historia. Cómo decirle adiós a un amigo porque esté en días tristes o en problemas. Cuando llega el momento duro en el que nadie te ofrece como apoyo su sonrisa. Volví a mirar las figuras. A tocarlas. Y fue como reconocer a antiguos compañeros, invisibles de tan fieles, de tan callados. Polvorientos y mansos en su olvido.

Me invadió la ternura. Nada dije. Salí a un chino y compré lo necesario. Volví alegre y sintiéndome una artista que se enfrentaba a un reto impensado. Ante mi los puse como un general a sus soldados. Limpié cada figura pulcramente. Los colores surgían apagados y lavanderas, pastores y rediles, volvían a la vida asombrados. Pinté ojos, restauré sonrisas y oculté algunas manos rotas con ramitas de jara o de tomillo o simplemente puse por mano una flor pequeña. Las ovejas fueron blancas nuevamente aunque alguna pata estuviera en mal estado. Repinté el castillo. Enderecé palmeras. Lavé el rio. Cambié la arena por gravilla blanca y rocié con verde espray el musgo triste. Limpié, pulí, cambié, recoloqué. Los harapos, los mantos desteñidos eran ya ropajes de alegría, recién estrenados, diseñados por la mejor diseñadora de Belén.

Era tan solo barro, cristal, cartón y piedra. Algo de musgo, madera y purpurina. Mas, a partir de ayer, un puente cómplice me une a él como un abrazo tierno. Pero no os asombréis, porque a la postre ahora soy consciente de que también yo soy de barro.