Cuando fuimos peces

El aleteo de la mariposa

Dicen que una mariposa puede provocar un huracán con solo mover las alas, porque en este mundo caótico y caprichoso, basta un gesto mínimo para que la vida dé un giro inesperado y acabe uno bailando en la boda de un desconocido o escribiendo columnas sobre insectos voladores.

En mi caso, provocó una clase de Historia. Estaba feliz, excavando un yacimiento ibero-romano en la ribera del Ebro con mi colega —y sin embargo amigo— Miguel Ángel. Encargo municipal: arqueología, polvo y papeleo. Ya casi habíamos terminado cuando apareció el alcalde.

Pensamos: visita protocolaria, sonrisa institucional, foto con pico y pala. Pero no. Venía con cara de urgencia y frase de película:

—Necesito que me echéis una mano.

¿Con qué? ¿Con el presupuesto? ¿Con la Oposición?

No. Con el instituto.

Resulta que el instituto de bachillerato, de titularidad municipal se había quedado sin profesor de Historia. Curso empezado, plaza vacía, pueblo poco atractivo para interinos de ciudad. El alcalde buscaba voluntarios. Miguel Ángel, generoso y con reflejos, me cedió la vez como quien ofrece el último paracaídas. Y yo, que entonces era más de lanzarme al parapeto que de pensarlo dos veces, dije:

—Cuente conmigo.

Así pasé de excavar kalathoi ibéricos a explicar Cartago en la pizarra. Todo por culpa de una mariposa… o del alcalde, que también tenía alas.

¿He dicho profesor de Historia? ¡Ja! Me endilgaron Geografía, Historia, Educación Física, Pretecnología y, por poco, Latín. Me negué en redondo: enseñar una asignatura que aprobé por los pelos era una estafa emocional.

Con la gimnasia, pensé que no habría problema. Practiqué atletismo en mi juventud, algo de kárate, aikido, iaido… y el pico, la pala y el carretillo dan un tono muscular decente. Empecé con estiramientos y trote ligero alrededor del colegio, que eran las antiguas oficinas de una central térmica. Como supondrán, no había un terreno deportivo anexo, No había campo, pero sí matojos.

A los tres días, iba yo delante, marcando el paso como cabo de gastadores, cuando noté un silencio raro. Me giré: nadie. Retrocedí y encontré a toda la tropa desparramada como cuadro después de la batalla. Algunos fumaban, otros sonreían. Recogí los fragmentos de mi dignidad y di por concluida la clase.

Al día siguiente, anuncié:

—En Educación Física… practicaremos bádminton.

—¡Alaaa! ¡Nooo, eso es de chicas! —gritaron ellos.

—¡Alaaa! ¡Qué aburrido! —chillaron ellas.

Una semana después, todos enganchados. Lo jugábamos hasta en los recreos. Yo tenía agujetas en la calva. Y la zona lumbagar… ni la sentía.