Aire de tango
Uno se muere cuando lo olvidan…" decía el autor antioqueño. Su literatura sigue viva entre los colombianos, a quienes mostró el aire de tango de los barrios paisas, el contrapunto del bandoneón entre las montañas.
Ahora que las temáticas de la literatura colombiana abundan en capos, droga, crímenes y prostitución, es menester recordar a Manuel Mejía Vallejo, ya como un clásico de la vertiente andina, un escritor que en el tiempo va siendo nuestro Juan Rulfo, o nuestro José María Arguedas, el de los ríos profundos.
Mejía Vallejo nació un 23 de abril de 1923 en Jericó, Antioquia, y al igual que Sábato pudo estar más tiempo entre nosotros si la enfermedad no se lo hubiera llevado el 23 de julio de 1998 en Ziruma, su casa en una colina de El Retiro, tan cerca y tan lejos de Medellín. Cerca por estar al pie de la ciudad que nunca dejó de deslumbrarlo con sus fastos de arquitectura y asfalto, a él que se definía así mismo como "un campesino"; lejos porque en ese lugar no respiraba monóxido de carbono, sino que atendía al piar de las aves en las mañanas, y la tierra le traía los perfumes fértiles del pasado, el viento del lago La Fe.
Su madre, con un traje negro cerrado hasta el cuello, con ese aire benigno y austero de las mujeres nacidas en la montaña, llegó con timidez hasta la mesa de los Panidas, la pandilla poética que comandaba León de Greiff, para mostrarle un libro con un título que descuajó montes y despertó genuino interés en el poeta. La novela, apretada en dos sobres de manila, se llamaba "La tierra éramos nosotros"; corría el año de 1945, y Manuel Mejía Vallejo contaba apenas 22 años.
Los Panidas estuvieron de acuerdo en que era urgente dar a conocer este libro por el que discurría una nueva voz literaria, segura, a veces melancólica, enraizada en lo telúrico, pero sin el costumbrismo de Tomás Carrasquilla. Mejía miraba a la montaña con un gesto desapacible, y la admitía sin caer en la retórica dulzona que ensayaba entonces una liturgia de nativos; Borges acababa de publicar "El Compadrito" en Buenos Aires, con la colaboración de Silvina Bullrich; bullían ya en él los poemas milongueros como el dedicado a un bandido llamado Jacinto Chiclana; el barrio de Palermo, entrevero de inmigrantes y cuchilleros, sería también semilla para el Guayaquil literario de Mejía Vallejo. Sábato preparaba "El Túnel", novela que aparecería en 1948, y Miguel Ángel Asturias echaría campanas al viento en 1946, con su novela "El Señor Presidente", en tanto que la universidad colombiana se extasiaba, en ese mismo año, con las traducciones que de la poesía de Saint-John Perse hiciera Eduardo Zalamea Borda. Diez años después, en 1955, aparecería el Pedro Páramo de Juan Rulfo; en el año de "La tierra éramos nosotros", el mexicano Octavio Paz dio a conocer "Puerta condenada", su primer libro de poemas, y cuatro años después, su iluminado ensayo "El laberinto de la soledad". En el Caribe, Alejo Carpentier había publicado su "Ecue Yamba O" en 1933, novela primeriza en la que dio a conocer los ritos de la santería, la iniciación de los "ecobios", la religión de los Yorubas y Lucumíes de las riberas del Níger, condensada en lo que ahí se llama "El Cuarto Fambá". Carpentier, al igual que Borges, escribió loas para bandidos, uno de ellos, un tal "Manita en el suelo". Publicaría, cuatro años después de Mejía Vallejo, "El reino de este mundo". Como Borges, aborrecería luego esos intentos patrióticos en los que merodeó tanto tiempo la literatura latinoamericana, en un intento por mostrar colores locales, ritos y costumbres de propios, pero la poesía no daba ni pedía cuartel en esta temática, particularmente con el Afrocubanismo de Nicolás Guillén, y los versos negristas de Emilio Ballagas y Jorge Artel (Tambores en la noche, 1940).
Al igual que Porfirio Barba Jacob, fue un periodista errante; escribió en diarios de Venezuela, Guatemala, Honduras, Costa Rica y El Salvador. Mejía Vallejo llegaba con la camisa abotonada en los puños y en el cuello, un aire hosco, tímido, y una voz certera. Amigo de sus amigos, lo recuerdo al fondo de una casa solariega de Cali, en una noche de bohemia, recostado en la paz y la sobria lucidez del ron Medellín añejo. Habíamos bebido a mares, pero Vallejo no paraba. Quizá, si hubiera estado entre marineros, los habría dejado a todos tirados por el piso, en pos de su barco solo. Pero la música en el piano de Margarita animaba la noche y hacía titilar las velas. Puso en mis manos su novela "Y el mundo sigue andando", con una dedicatoria que empezaba diciendo "Vos Medardo…"
Son decenas los escritores antioqueños que hoy lo recuerdan, devotos de su taller en la Biblioteca Pública Piloto, donde por muchos años estuvieron atentos a sus enseñanzas, ya en la novela, la poesía, o el cuento.
En aquella noche de Cali, leyó sus coplas sencillas; "cuando yo te digo adiós/ quiero decir que me largo/ así sepa que es amargo/ largarme sin mí y sin vos…" o un poema inspirado en los páramos, que culminaba diciendo " un frío de agua limpia/ desbordaba en las piedras sus musgos de neblina". Al igual que los versos escritos por el patriota cubano José Marti, no solo conservaban la precisión métrica, sino que hablaban directamente al corazón y a la reflexión.
De toda su producción literaria, que fue extensa -ganó el prestigioso Premio Nadal en 1964 con "El Día Señalado", y el Rómulo Gallegos con "La Casa de las dos palmas" en 1988, -llevada a la televisión colombiana- su novela "Aire de tango" (1973), es recordada como un hito en las letras nacionales. Mejía se internó en el barrio Guayaquil, quizá el último Barrio Triste de Colombia, donde convergían los últimos "tauras" de Medellín. Ahí, un hombre entregado al tango y al licor, pasa la vida entre amores y ardores, con cuchillos que tienen los nombres de la semana.
"Guayaco", como lo llamaban familiarmente, sucumbió a la modernidad. Era un barrio largo, de calles apretadas, cantinas, venta de fritos, pájaras de la noche, travestis y matones. Como en un cuadro de Botero, en las ventanas de los hoteles pobres fumaban los camioneros y las mujeres salían a los balcones en ropa interior para orear cobijas y toallas ahumadas. Algunos hospedajes, como "El motorista", tenían en su fachada un gran aviso en madera, con la silueta de un camión colgado en dos ganchos, bamboleado por el viento de la montaña. Estaba por ahí la "botica", la farmacia "Pasteur", con su gran mortero emblemático, y sus botijas de porcelana que anunciaban al frente zarzaparrillas, tragacantos, violetas gencianas, azufre y alcanfor.
Mejía Vallejo inauguró la literatura urbana en Colombia, con esa novela que hablaba de acera a acera, y acudía al lenguaje de los ebrios, de los que han perdido la fe al pie de un traganíquel, mientras resuena "El polaco" Goyeneche, Agustín Magaldi o el propio Gardel con su noche triste.
De sus libros de relatos, vale destacar "Cuentos de zona tórrida" (1967). Ajeno al boato de la fama, Mejía Vallejo desarmaba los auditorios con su voz pausada de paisa hecho de tierra, vida y verdad.