Férvido y mucho

Absolutismo del Bien

Auscultado de cerca, el Absolutismo del Bien ha capturado, hasta la claudicación, inteligencia y reflejos morales de un tipo humano alumbrado históricamente en Occidente pero con acelerado protagonismo casi universal los últimos treinta años. Ya ni las mujeres, el futuro del hombre, se salvan.

Rasgo fundamental del Absolutismo del Bien es la superioridad moral de la que hace gala hoy día el simple peatón espeso y municipal, otrora pecador del montón con su cruz a cuestas como todo dios. No digamos, en cuestiones de superioridad moral, la militancia dura. La militancia dura, esto es, las élites políticas de la izquierda adscrita al Absolutismo del Bien reclaman con total desparpajo el derecho a mentir en nombre de un valor superior. Mentira piadosa, se decía. Volvemos a la religión. Sin adarme de sonrojo, Gerd Leipold, director ejecutivo de Greenpeace, defendió en una entrevista (2009) el derecho a mentir y provocar emocionalmente en aras de manipular la forma de pensar de la opinión pública. Por su propio bien. Esa forma de alto cinismo también es compartida por la derecha. Porque otro rasgo crucial del Absolutismo del Bien es su carácter transversal permeando todas las clases socio-profesionales y preferencias políticas: derecha, izquierda, centro. Todos los partidos políticos e instituciones –y hasta religiones de distinta confesión y las fuerzas armadas– albergan secretariados, negociados o secciones políticamente correctas imbuidas del Absolutismo del Bien.

Por tanto, evitemos caer en fantasías complotistas. Aunque a veces lo parezca, nadie ha levantado una contignación conspirativa. Nadie –ni gigantescas multinacionales farmacéuticas ni políticos enanos-   ha ideado en la sombra un complot para vacunar cinco veces a la población, niños incluidos. Nadie ha decidido esterilizar el combate de ideas. Nadie le dice al articulista épsilon de El País o al tonto de servicio en El Mundo (ay, Lucas, si bebes no conduzcas) cómo debe escribir sus piezas: lo saben perfectamente. La conspiración es implícita, no hace falta explicitarla. Lo políticamente correcto en cada época es hacer lo que la ideología dominante desea que se haga sin que nadie lo ordene. Lo políticamente correcto es dejarse mecer dulcemente a favor de la corriente sin chocar con la verdad establecida (política, filosófica, científica, etc.).

Stefan Zweig, en su biografía de Fouché no presenta a Robespierre como un canalla intrínsecamente sanguinario. Era estricto, austero, moralmente psicorrígido, imbuido de su alta misión de misionero revolucionario y adornado de tantas virtudes republicanas que lo políticamente correcto fue para él desencadenar La Terreur. ¡Y qué Terreur! Malesherbes, consejero de Luis XVI, asumió su defensa ante la Convention. Fue guillotinado junto con su yerno, hija y nieta. Por haber tratado al rey de Majesté en lugar de ciudadano Louis Capet. Robespierre adhería, qué duda cabe, al Absolutismo del Bien. Un capullo más que, no teniendo ápice de ingenuo, en la práctica era un inútil bien intencionado como la niña del cuento de Roa Bastos –La flecha y la manzana- la cual en plena canícula metió al canario en la nevera para que no pasara calor. Robespierre, la susodicha niña, los periodistas de servicio, Greta la poseída (¿se casará con un oso, en vías de extinción, para recuperar la especie?), y se me cansa la mano, son arquetípicos productos del Absolutismo del Bien.

Todo el mundo –esto es, la masa- se pega al terreno para subsistir, o se sube al carro: hay que ir con los que van ganando (o lo parece). Aparte, muy aparte, están las minorías disidentes. Por conocimientos, por carácter, por tocar las narices o por preventivo entrenamiento anti-totalitario. La disidencia, también es cierto, sólo por serlo no conduce imparablemente a caminos de libertad pero al menos pone las cosas algo más difíciles al embridado de almas (hay disidentes imbéciles profundos que se apartan del mainstream por puro analfabetismo complotista). En tanto disidente ejemplar me viene a las mientes Félix Ovejero, de legendaria inteligencia, cultura científica y criterio propio -que no siempre comparto- gentleman inmune a presiones que ahormen lo que resiente y considere. Félix d’O es de izquierdas, sin duda, pero de una izquierda tan sólidamente bien informada que puede confluir en ciertas circunstancias con personas lúcidas de la así llamada extrema derecha (cuando la Covid, por ejemplo, o ahora en la guerra de Ucrania). Y esto no es intentar la cuadratura del círculo. No lo es, digo yo, sino simple sentido común, a la par que el acuerdo sin excepciones en el arcoíris político de que el agua corriente a domicilio es uno de los grandes logros técnicos y sociales de todos los tiempos. Pero como Félix d’O, en la izquierda, enferma del Absolutismo del Bien, hay uno entre mil. En la derecha, uno entre un millón.

El Absolutismo del Bien suele llevar las alforjas cargadas de indignación, cuyo consumo sin tasa aureola a los profesionales del postureo. No hace falta hacer un dibujito para ilustrar cómo se ponen los indignaditos consuetudinarios en cuanto no se satisfacen sus caprichos. Nadie miente más que una persona indignada, escribió Nietzsche. La indignación de la aristocracia del Absolutismo del Bien, los indignaditos, proviene de abdicaciones sin vuelta atrás: la emoción de preferencia a la comprensión y moralismo antes que análisis. O sea, la vibración intima del confort moral que procura el Absolutismo del Bien por encima de la razón explicativa. Razonar fatiga, razonar atinadamente frente a la oscuridad del mundo fatiga mucho más. A veces hasta hay que agarrar papel y lápiz, supremo esfuerzo. Y los indignaditos que se toman la molestia de explicar, alguno hay, transitan caminos lógicos que conducen fatalmente a la aporía. No se puede estar en misa y repicando ni erigirse en defensores de la libertad de expresión y querer cerrar X o poner en la calle a las mejores mentes de la casa que van a su aire ( Pepa Bueno, indignadita que editorializaba, mercenaria cuotera que convirtió en cenizas lo poco que quedaba de las carcomidas columnas de El País).

El Absolutismo del Bien se ha infiltrado en todos los partidos políticos e instituciones privadas y públicas –de la cultura a la enseñanza, del fútbol a Marivent, de la judicatura a la defensa nacional, etc.- si bien es más visible en la izquierda y su indignación más violenta. La actitud pacífica y conciliadora –clásico irenismo- es propia de la derecha y sus curillas de Génova apestando a lavanda, a hipoteca del adosado y el barquito y a teñido de rubia. Partidos e instituciones privadas y públicas en obsesiva teatralización de políticas inclusivas en la diversidad woke, prontas a cancelar, ecológicas, feministas, anticapitalistas chutadas al rock, antirracistas and so on. Todos los portaestandartes del Bien, de izquierdas o derechas, quieren jugar a ser, con tórrido ardor revolucionario, el conductor de ambulancia de las víctimas en alarde de política espectáculo con la sirena a toda pastilla y luces rojas encendidas. Ocurre que la víctima merecedora de tanto despliegue suele ser un patito manchado de chapapote que inspira más pena, en consonancia con el Absolutismo del Bien, que doce niños funcionalmente analfabetos, enfermos digitales frente a la pantalla porno.

Disculpen las molestias