40 años de una herida sin cerrar en Colombia
El 6 de noviembre de 1985 Bogotá despertó con un sol que no presagiaba tragedia, con la ciudad aún en el eco de su vida cotidiana, pero en la plaza de Bolívar, el Palacio de Justicia se convirtió en escenario de un horror que marcó a Colombia para siempre. Lo que sucedió no fue solo un asalto armado ni un acto aislado de violencia, sino la manifestación más trágica de la fractura de la institucionalidad, un episodio donde la memoria democrática, la ética judicial y la historia del país se entrelazaron con sangre, fuego y destrucción.
La toma del Palacio no surgió de la nada. Ese día, la violencia irrumpió sobre la legalidad, dejó 94 muertos, más de una decena de desaparecidos y un rastro de instituciones heridas y un patrimonio jurídico perdido, en el lugar que simbolizaba la justicia misma. Fue el desenlace de un proceso largo y complejo, en el que convergieron décadas de frustraciones políticas, desigualdad estructural y la radicalización de un grupo que, según su propio relato, buscaba fortalecer la democracia desde la insurgencia.
La guerrilla, que se había formado a partir de los comicios de 1970 —un proceso marcado por supuestos fraudes que frustraron la posibilidad de que la Alianza Nacional Popular, Anapo, de Gustavo Rojas Pinilla llegara al poder— abrazó la vía armada como método para hacer visibles las demandas ciudadanas y la precariedad de una democracia limitada por la oligarquía y el Frente Nacional.
Luis Francisco Otero Cifuentes y Andrés Almarales, líderes del M-19, planearon la denominada “Operación Antonio Nariño por los Derechos del Hombre”, con el objetivo de someter al presidente Belisario Betancur a juicio por violar un cese al fuego pactado en 1984. Pero el trasfondo era más complejo: las armas, la estrategia y el secuestro del aparato judicial se entrelazaban con el deseo de visibilizar carencias del Estado y, según versiones, con intereses que tocaban incluso al narcotráfico y sus tentáculos sobre la institucionalidad.
El asalto comenzó a las 11 de la mañana del 6 de noviembre. Treinta y cinco guerrilleros ingresaron al edificio, seis de ellos disfrazados de civiles, los demás en vehículos por la puerta del estacionamiento. La reacción de la Policía y el Ejército no tardó y el escenario se convirtió en campo de batalla. Desde la azotea, fuerzas especiales de la Policía y posteriormente tanques y soldados respondieron con fuerza desmedida. Las 28 horas que siguieron, con disparos, humo y fuego, produjeron la muerte de guerrilleros, magistrados y civiles en medio de la operación. El edificio, emblemático por su arquitectura y su simbolismo, quedó reducido a escombros y cenizas, junto con expedientes y patrimonio judicial irrecuperable.
Entre los magistrados fallecidos se contaban once miembros de la Corte Suprema y del Consejo de Estado, junto a funcionarios y visitantes. La pérdida no fue solo humana: se esfumaron años de conocimiento jurídico acumulado, fallos, memoria institucional y la posibilidad de ejercer justicia de manera completa, dejando heridas que aún permanecen en la piel. La figura de Alfonso Reyes Echandía, asesinado mientras defendía la institucionalidad, se convirtió en símbolo de la tragedia y de la fragilidad frente a la violencia política.
La documentación y los testimonios sobre la toma son abundantes, aunque fragmentarios y muchas veces contradictorios. Olga Behar, con sus obras “Noches de humo” y “Las guerras de la paz”, fue pionera en documentar las voces de sobrevivientes y participantes, incluyendo a Clara Helena Enciso, alias “la Mona”, la única del comando del M-19 que salió viva del Palacio. Ana Carrigan, en su libro “El palacio de justicia, una tragedia colombiana”, profundiza en los móviles del M-19 y plantea preguntas sobre las órdenes militares y las desapariciones.
Otro periodista, Germán Castro Caicedo, en “El palacio sin máscara” (2008), recopiló documentos de múltiples juzgados y de la Fiscalía general. Adriana Echeverry y Ana María Hanssen, en “Holocausto en el silencio”, reconstruyeron el trauma desde la perspectiva de las víctimas y los silencios prolongados. Más recientemente, David Marín García aporta en “Pérdida en el fuego” detalles sobre la improvisación de la guerrilla y la respuesta militar que impidió el control del edificio.
El M-19 no operaba en el vacío. Su origen urbano, ligado a la ANAPO, se combinó con un contexto de violencia y expansión del narcotráfico. Los asesinatos del entonces ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, por un montaje de la mafia y de dirigentes camuflados del M-19 en el Congreso, como Carlos Toledo Plata, junto a la violencia y hostigamiento militar constante, asfixiaban las frágiles conversaciones de paz, mientras todos los actores se movían entre la legalidad, la insurgencia y la criminalidad. La guerrilla había aprendido que el secuestro y el robo eran herramientas para consolidar poder, presionar al Estado y mantener su relevancia política y mediática.
Durante 1985, los intentos de paz del presidente Belisario Betancur coexistieron con operaciones militares, hostigamientos y atentados. Antonio Navarro Wolf sufrió un atentado con granada que le costó una pierna, mientras Carlos Pizarro y Álvaro Fayad, líderes del M-19, anunciaban la ruptura definitiva de la tregua y fueron asesinados. La planeación de la toma del Palacio fue meticulosa y a pesar de la seguridad y de los informes del DAS y la Policía que advertían la operación, el Palacio amaneció sin vigilancia ese 6 de noviembre y eso facilitó el ingreso del grupo armado.
El costo humano y material fue inmenso. Treinta y cinco guerrilleros, once magistrados, funcionarios y civiles murieron; decenas quedaron heridos o desaparecidos; el Palacio quedó reducido a escombros y cenizas; se perdió un patrimonio jurídico invaluable. A la tragedia se sumaron interrogantes: ¿hubo fallas en la planificación militar? ¿Se podía haber evitado la masacre? ¿Qué responsabilidad tuvo el Estado y sus instituciones? A 40 años de distancia, esas preguntas siguen abiertas, aunque gracias a libros, investigaciones periodísticas y testimonios se ha reconstruido parte de la historia.
La toma del Palacio de Justicia se inscribe en un país donde la violencia política y la debilidad institucional se habían convertido en norma. La fragilidad del Estado, la corrupción, los intereses personales y la falta de un proyecto de país sólido permitieron que la tragedia se consumara. Al mismo tiempo, la memoria histórica, los libros, las investigaciones, las universidades y el periodismo han evitado que se olvide.
El recuerdo de aquellos días debe ir más allá del horror y la indignación. Es necesario comprender que la tragedia fue producto de múltiples fallas: políticas, militares, sociales y humanas. La memoria crítica debe incluir tanto la valentía de quienes defendieron la justicia como la responsabilidad de quienes permitieron que la violencia penetrara el corazón del Estado y proporcionara un daño que a pesar de mil perdones sigue con dolor y sin remedio.
La reconstrucción histórica ha permitido acercarse a la verdad, aunque incompleta. La memoria democrática y crítica exige que estas voces nos acerquen a los errores de esos horrores para evitar se repitan y que la justicia no se doblegue ante intereses particulares. El fuego no solo consumió un edificio; destruyó confianza, patrimonio, vidas y parte de la memoria colectiva. Cada libro, cada testimonio, cada investigación es un recordatorio de que la democracia es frágil y que su protección requiere vigilancia constante, ética pública y participación ciudadana.
La tragedia, los nombres, los rostros y los documentos perdidos son también un llamado a la reflexión sobre el país que somos y el que queremos construir. El pasado invita a actuar con responsabilidad histórica, a preservar la justicia y a mantener viva la memoria crítica. Cuatro décadas después, se recuerda a las víctimas, a los sobrevivientes, a los héroes silenciosos y a los mártires de la institucionalidad.
La herida sigue abierta, pero el relato, la documentación y la reflexión permiten que el fuego de la memoria ilumine la búsqueda de una democracia fuerte y una justicia verdadera. La memoria de la toma del Palacio de Justicia es también la historia de un país que debe reconciliar sus contradicciones y honrar a quienes pagaron con sus vidas por un ideal, imperfecto y humano, llamado justicia. Opiniones y comentarios a jorsanvar@yahoo.com