Cartas al director

Elegí mi carrera, elegí mi vocación, pero me impusieron una vida laboral

J2 Procura manifestación por la pasarela al RETA de la Mutualidad

La historia de una procuradora atrapada en un sistema injusto.

Durante décadas, los procuradores hemos vivido atrapados en un sistema que nos impuso obligaciones, prohibiciones y falsas promesas. Hoy, al borde de la jubilación, muchos comprobamos que nuestras pensiones no llegan ni a 300 euros. Esta es mi historia, que es también la de miles de compañeros.

A los 18 años elegí estudiar Derecho. A los 23 elegí ejercer de Procuradora. Fueron las dos primeras y últimas elecciones libres en mi vida laboral.

Al colegiarme como Procuradora empezó mi vida laboral y, desde ese momento, llegaron todas las imposiciones por parte de los organismos que decían velar por mi bienestar laboral presente y futuro. Todos sabían lo que me convenía a mí y a mi profesión, menos yo. Así que no cabía pensar más… y mucho menos decidir lo que me convenía.

Mi vida profesional se construyó sobre tres obligaciones impuestas y una prohibición que marcaron mi futuro:

La mutualidad obligatoria

La primera obligación venía impuesta por mi adscripción obligatoria al sistema mutualista. En España existen dos sistemas de pensiones: uno público y uno privado. Los procuradores no tuvimos capacidad de elegir. Obligatoriamente teníamos que darnos de alta en el sistema menos favorable: la mutualidad.

A nosotros se nos aseguró que era un sistema alternativo, que tenía las mismas condiciones y requisitos que el sistema público y que estaba garantizado por ley. Sin embargo, en el año en que yo me colegié, en 1994, ya se sabía que el sistema mutualista era un sistema fracasado. Los únicos que lo desconocíamos éramos los propios mutualistas. Mutualidades, consejos, colegios y el propio Estado sabían perfectamente que era un sistema fallido, destinado al fracaso, que nos iba a abocar a cobrar unas pensiones como las que hoy están recibiendo muchos de nuestros compañeros: 280 o 300 euros al mes. Y a las que, si no se remedia, también nosotros nos veremos condenados.

Esta fue la primera obligación impuesta.

Unos aranceles obligatorios

Como procuradora no podía cobrar más de lo que la ley fijaba. Mi esfuerzo, mis horas de dedicación, mi capacidad de trabajo, no contaban. Lo único que importaba era un baremo oficial que limitaba mis ingresos. Ni siquiera pude negociar mis honorarios libremente, como otros profesionales.

Unos aranceles fijos impuestos por ley que, debido a la falta de acuerdo entre el Partido Popular y el PSOE durante diversas legislaturas, permanecieron congelados durante 21 años sin actualizarse, mientras la vida subía con un IPC altísimo. ¿Qué trabajador en España consentiría que sus honorarios, su sueldo, no se actualizara durante 21 años? ¿Qué Estado consentiría o dejaría desprotegidos a sus trabajadores sin actualizar sus salarios o sus pensiones? Pues el Estado español.

Esta era la segunda obligación impuesta.

Obligatoriedad de prestación del servicio de turno de oficio

En el momento en que un procurador se da de alta en el ejercicio profesional, se ve obligado a incorporarse al sistema de turno de oficio. Este sistema, previsto como un mecanismo para garantizar el derecho constitucional de acceso a la justicia en condiciones de igualdad, tiene como finalidad asegurar la representación procesal de personas con escasos recursos económicos.

Sin embargo, esta obligación profesional se desarrolla bajo unas condiciones gravemente perjudiciales y carentes de equidad y de dignidad. A día de hoy, el baremo fijado por la Administración para la retribución de estos procedimientos es ofensivo y propio de países exclavistas: por un expediente de turno de oficio que puede extenderse entre uno y un año y medio, se abonan únicamente 25 euros. Esta cantidad resulta claramente desproporcionada si se comparan los tiempos y recursos requeridos para la correcta tramitación de un procedimiento judicial.

A ello se suma que todos los gastos derivados de esta actividad corren íntegramente por cuenta del procurador: desplazamientos, combustible, mantenimiento del vehículo, y la póliza de seguro de responsabilidad civil, entre otros. Pese a tratarse de una actividad impuesta por el Estado en beneficio del interés general, el profesional no percibe cotización alguna a la Seguridad Social por este trabajo, ni tiene cubiertos sus desplazamientos ni su responsabilidad civil por parte del Estado.

En otras palabras, se exige la prestación de un servicio público obligatorio sin una contraprestación justa ni una mínima cobertura de los derechos laborales y de seguridad social del profesional. Esta situación vulnera principios fundamentales de proporcionalidad, equidad y dignidad profesional, y resulta inadmisible en un Estado de derecho.

La prestación del turno de oficio es una función esencial para la justicia social, pero debe ejercerse bajo condiciones dignas, que reconozcan y valoren el compromiso profesional de quienes la llevan a cabo.

Esta era la tercera obligación impuesta.

La prohibición de estar incluidos en un sistema público de salud (una exclusión histórica)

Hasta el año 2012, fecha en la que la sanidad fue declarada universal en España —extendiéndose su cobertura no solo a ciudadanos españoles, sino también a personas extranjeras—, los procuradores no tuvimos acceso al sistema público de salud.

Durante décadas, nuestros partos, nuestras intervenciones quirúrgicas, nuestras bajas médicas y las enfermedades de nuestros hijos fueron costeadas íntegramente de nuestros propios bolsillos, a través de clínicas y seguros privados. Especialmente llamativo resulta el caso de las procuradoras, cuyos partos se llevaron a cabo en centros privados, sin ningún tipo de cobertura sanitaria pública.

Esta exclusión no fue fruto del azar ni de una laguna administrativa: fue una prohibición expresa impuesta por el propio Estado, que mantenía a nuestra profesión al margen del sistema nacional de salud, a pesar de desempeñar un papel esencial dentro del funcionamiento de la justicia.

La universalización de la sanidad en 2012 corrigió, al menos parcialmente, esta situación de discriminación, pero durante años fuimos tratados como ciudadanos de segunda, sin acceso a un derecho básico como es la asistencia sanitaria pública, incluso cuando cotizábamos religiosamente y cumplíamos con nuestras obligaciones fiscales y profesionales.

La trampa disfrazada de elección en el 2001

En el año 2001, por primera vez, al procurador el propio Estado —ese mismo que nos había tutelado toda la vida laboral— le concede una facultad de elegir. Se nos abre, aparentemente, un camino hacia la libertad: el procurador podía decidir si seguir en la mutualidad o pasarse al RETA, el Régimen Especial de Trabajadores Autónomos.

Obviamente, aquello era una trampa. Si optábamos por el RETA, perdíamos todos los años cotizados en la mutualidad y teníamos que empezar de cero. El titular era precioso: la facultad de elegir. Pero el apellido era amargo: empezar de cero tras 10, 12 o 20 años cotizados. Eso hizo que la mayoría no pudiésemos optar al sistema público de pensiones. Entonces, consejos, mutualidades y colegios nos tranquilizaron asegurando que nuestras pensiones estaban garantizadas, controladas por la Dirección General de Seguros y que serían iguales que las de la Seguridad Social.

La hora de la verdad

¡Basta de silencio! ¡Basta de abandono!

Hoy, gracias a las redes sociales, nuestra voz —la de miles de compañeros que hemos dedicado toda una vida al ejercicio de la procuraduría y al turno de oficio— por fin se escucha. Lo que durante décadas fue un silencio resignado, ahora es un grito de indignación: llegamos a la jubilación con pensiones miserables de 280 o 300 euros. Una cifra que no solo insulta nuestra trayectoria, sino que nos condena a la pobreza después de haber servido al sistema de justicia con lealtad y sacrificio.

Y no fue por elección. El Estado jamás cotizó por nosotros en el turno de oficio, aunque tenía la obligación legal y moral de hacerlo. Se nos impuso un sistema de mutualidades privado, fracasado, injusto y ruinoso. Nos negaron el derecho a elegir, a decidir sobre nuestro propio futuro, y nos arrastraron a un modelo que sabían insostenible.

Esto no fue un error. Fue una imposición. Fue una negligencia consciente.

Durante años, el Estado y las mutualidades miraron hacia otro lado. Sabían lo que ocurría. Sabían que íbamos directos al precipicio. Y callaron. Y ahora, cuando llega el momento de asumir responsabilidades, vuelven a darnos la espalda. Se encogen de hombros. Nos ignoran. Nos culpan.

¡No más!

Los verdaderos culpables tienen nombres y apellidos. PP y PSOE, los partidos que se han alternado en el poder durante décadas, son los máximos responsables de este desastre. Ellos legislaron. Ellos manipularon el sistema. Ellos permitieron y mantuvieron esta estafa institucional. Mientras tanto, nosotros —sin sindicatos, sin patronal, sin defensa— éramos obligados a cotizar en un sistema que sabían que no nos protegería jamás.

Y ahora, cuando pedimos justicia, la mutualidad nos insulta y el Estado nos abandona.

Frente a este desprecio institucional, solo los partidos minoritarios han tenido la decencia de escucharnos, de defendernos, de comprometerse con nuestra causa. No son ellos los que nos hundieron, pero son ellos quienes están dando la cara.

En una democracia real, dejar en la miseria a quienes han trabajado toda su vida es una vergüenza, una indecencia y una traición. No pedimos caridad: exigimos justicia. Exigimos reparación. Exigimos que quienes causaron este problema den la cara y asuman el coste de sus decisiones.

Porque no vamos a callar. Porque no vamos a aceptar la pobreza como recompensa. Porque aún estamos a tiempo de cambiar las cosas.

Es ahora o nunca.