Jaime Gómez-Obregón: “Desde la ciudadanía podemos hacer mucho para mejorar lo público y promover la transparencia”
Jaime Gómez-Obregón (Santander, 1981) no es político ni funcionario, pero conoce como pocos el funcionamiento interno de la Administración pública. Ingeniero técnico de Telecomunicación, especializado en software, ha pasado dos décadas dedicado al sector tecnológico. Fundó su propia empresa y la vendió hace unos años. Desde entonces, trabaja por libre, pero con un propósito muy concreto: aplicar la tecnología y el análisis de datos al sector público para entender cómo funciona y hacerlo más transparente.
“Mi proyecto consiste en aportar al sector público lo mismo que aportaba a mis clientes en la empresa privada: conocimiento técnico y herramientas digitales”, explica. “La diferencia es que ahora lo hago desde fuera, sin pedir permiso, como ciudadano. Analizo datos públicos para entender qué ocurre en la Administración, especialmente en la contratación pública, donde he desarrollado varios proyectos que luego tuvieron impacto”.
Su trabajo le ha convertido en una de las voces más escuchadas en redes sociales cuando se habla de transparencia, digitalización o gestión pública. Pero él insiste en que lo suyo no es activismo político, sino activismo cívico con herramientas tecnológicas.
“Me rebelo contra la idea de que solo los partidos pueden cambiar las cosas”
En un país donde muchos asumen que los cambios solo llegan desde los partidos, tú planteas justo lo contrario.
Exactamente. Creo que desde la ciudadanía podemos hacer mucho por mejorar lo público. No todo depende de la política institucional. Me rebelo contra esa idea preponderante de que, si uno quiere implicarse, debe hacerlo exclusivamente a través de un partido o votando cada cuatro años. Eso limita la responsabilidad cívica. Respeto a quien lo haga, pero no lo comparto. Los partidos se han convertido en estructuras que, en lugar de construir consenso, dividen y polarizan con mensajes que poco tienen que ver con lo realmente importante. Y mientras tanto, los problemas estructurales de la Administración siguen ahí: la opacidad, la ineficiencia, la lentitud…
La complejidad de lo público
¿Por qué crees que cuesta tanto implicarse en estos asuntos desde fuera?
Porque lo público es complejo. Para entender qué ocurre en la Administración hacen falta análisis, conocimiento y experiencia. Cada ciudadano, desde su ámbito profesional, podría aportar su saber para mejorarla. Un ingeniero, un abogado, un médico, un economista… todos pueden contribuir si aplican sus competencias a lo público. Además, hoy tenemos un aliado formidable: las redes sociales. Son un espacio imperfecto —un “vertedero”, si se quiere—, pero entre todo ese ruido hay hebras de oro. Permiten compartir información, crear comunidad y poner el foco en lo que no funciona.
Lo que ocurre es que vivimos en una sociedad que sustituye el análisis racional por el enfrentamiento ideológico. Abundan los debates simplificados, los “sí o no”, los “a favor o en contra”. Y ese tipo de debate, emocional y polarizado, es un obstáculo enorme para cualquier mejora real.
“Sustituir el conocimiento por ideología es un error gravísimo”
¿Esa polarización te frustra?
Sí, porque veo cómo la ideología reemplaza al conocimiento. Y eso es algo que llevo mal. Los temas complejos requieren estudio, perspectiva, matices. Piensa, por ejemplo, en la energía nuclear: todo el mundo tiene una opinión, pero muy pocos entienden realmente su complejidad técnica, económica y medioambiental. Lo mismo pasa con la digitalización del Estado o con las políticas tecnológicas.
En cambio, los partidos lo reducen todo a consignas de blanco o negro. Y en ese ambiente, quien intenta razonar parece aburrido. Pero yo creo que hay una parte importante de la sociedad —quizá silenciosa— que está cansada de esas discusiones de Disney, como yo las llamo, y busca argumentos, no bandos.
Sin embargo, tus hilos en redes sociales suelen generar debate constructivo. |
A veces me sorprende el eco que tienen. Creo que ocurre porque mucha gente está deseando escuchar análisis racionales, no gritos. Cuando explicas algo complejo de forma clara, la gente lo agradece. Intento escribir con rigor, pero también con humor e ironía. El sentido del humor es un arma poderosa: cuando comunicas algo grave con sarcasmo o con cierto desenfado, logras que la gente se interese en lugar de bloquearse por la indignación.
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Recuerdo un caso de un contrato público amañado: tres licitadores que, en realidad, eran parte de la misma organización. Lo conté con tono de broma y el hilo se viralizó, porque el humor es un vehículo, un arma más. Para provocar cambios reales, debo hacer asequibles a la mayoría asuntos grises, a menudo técnicos. Pero no soy un cómico: mi interés no es la carcajada, sino que lo público mejore. Y el humor es un instrumento más del arsenal. |
“Nuestra relación con el Estado es cada vez más digital, pero no se está haciendo bien”
Has denunciado en numerosas ocasiones los fallos de la digitalización de la Administración. ¿Dónde crees que está el problema?
En que la digitalización la están haciendo los programadores de un reducido elenco de empresas, a menudo grandes y desconectadas de la realidad del ciudadano: las consultoras tecnológicas que contrata la Administración. Hemos dejado que los programadores diseñen los procesos y las interfaces que luego utilizan nuestros padres. ¿El resultado? Para pagar en línea la renovación del DNI hay un manual de usuario de 13 páginas. O la web de Renfe, de la que llevamos veinte años haciendo chistes, y que es un doloroso fracaso colectivo de todos, como país.
Cuando un trámite obligatorio falla, el ciudadano se frustra. Y esa frustración tiene dos consecuencias: por un lado, genera inequidad —quien no logra completar un trámite puede ver vulnerado su derecho—; por otro, provoca desafección. La gente termina pensando que todo está amañado, que “esto lo ha hecho un contratista amigo de un político”. Y en parte es comprensible: la experiencia digital con la Administración es, muchas veces, un desastre.
¿A qué se debe esa falta de eficacia?
A un problema estructural: quienes toman decisiones en política digital no son expertos en tecnología. El ministro del ramo es abogado y politólogo; la secretaria de Estado, profesora de biología. ¿Qué criterio propio puede tener quien desconoce la profesión? ¿Qué prestigio tiene entre los actores de la industria tecnológica un desconocido? ¿Qué asesores nombrará si no conoce a nadie en el sector? ¿Qué puentes puede tender alguien cuya única carrera profesional es en un partido político, confrontándose con los que piensan diferente? No es una crítica personal, es una constatación. Si a mí me nombraran ministro de Transportes, no tendría ni idea. Pero esto es lo que está ocurriendo: el poder público se ocupa de cuestiones altamente técnicas sin el conocimiento necesario. Y así salen las cosas.
Quizá por eso, muchos de los mensajes que transmiten se alejan de su competencia y son divisivos y polarizadores. Cuando el ministro de Transformación Digital usa su altavoz para hablar de la extrema derecha en lugar de explicar los retos de digitalización, es evidente que algo no encaja.
“Vivimos un tiempo magnífico, pero decadente”
Esa desconexión parece formar parte de algo más amplio.
Sí. Vivimos en una época fascinante, pero también decadente. La política actual es mucho más efectista, ideológica y emocional que hace unas décadas. Si ves un telediario de los años ochenta o un programa de la generación de nuestros padres, como La clave, los debates eran densos, quizás aburridos, pero con fondo. Hoy todo se reduce a frases cortas, zascas y reacciones virales. Ortega y Gasset ya lo advirtió en La rebelión de las masas: estamos entregando el liderazgo de lo público a personas sin experiencia real en los temas que gestionan. No es un insulto, es una advertencia. Estamos mutando sin darnos cuenta. Y esa mutación tiene consecuencias: menos competencia técnica, más espectáculo y, en última instancia, menos confianza ciudadana.
“Echo de menos una comunicación política más honesta y menos dirigida por expertos”
¿Y qué papel juegan los medios y las redes en esa transformación?
La televisión, como medio, está en declive. No tengo televisor desde hace veinte años. Las redes sociales, en cambio, son un canal bidireccional: alguien dice algo y recibe respuesta inmediata. Esa interacción es poderosa, pero también peligrosa si se usa para alimentar el odio.
Lo que echo de menos es una comunicación pública menos corporativa y más adaptada a esta nueva bidireccionalidad. Más honesta y directa. Que los responsables políticos hablen de sus dudas, de las dificultades reales de gestionar, no de consignas vacías elaboradas por sus gabinetes. La gente, en general, es razonable, tolerante y civilizada. Cuando no se la alimenta con polarización, responde de forma constructiva. Pero desde los partidos se ha profesionalizado la manipulación del mensaje y se ha perdido la naturalidad.
Acabas de recibir el Premio Hay Derecho por tu labor. ¿Qué ha significado para ti?
Sinceramente, me pilló por sorpresa. Cuando estaba en la ceremonia, rodeado de gente con trayectorias impresionantes, me sentí un poco impostor. Yo trabajo solo, sin una estructura detrás.
A veces dudo de si lo que hago sirve realmente para cambiar algo. Pero premios como este te hacen ver que al otro lado hay personas que entienden, que comparten la misma inquietud y valoran el esfuerzo por la transparencia.
Más que un reconocimiento, lo sentí como un mensaje: “no estás solo”. Y eso, en un trabajo tan solitario como el mío, significa mucho.
“Hay mucha gente que quiere construir, no dividir”
¿Qué te motiva a seguir?
La convicción de que el cambio no tiene que venir siempre desde arriba. Creo en la fuerza de los ciudadanos formados, informados y comprometidos. Cada uno puede contribuir desde su experiencia profesional a mejorar lo público. Y también la certeza de que, aunque el ruido sea ensordecedor, hay mucha gente sensata que quiere entender, no enfrentarse. Esa es la veta que intento explorar: la de quienes buscan construir, no dividir.